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Educación y clases sociales en Colombia: un estudio sobre apartheid educativo

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INTRODUCCIÓN

En Colombia el progreso suele ir lento, con parsimonia, y a veces tenemos la impresión de que los males que nos aquejan, los viejos y los nuevos que van llegando, avanzan más rápido que las soluciones o que estas nunca llegan. Lo cierto es que hay de ambas cosas, avances y retrocesos, y que para entender mejor lo que somos y sobre todo para calibrar mejor nuestras esperanzas (lo que podemos lograr) es importante ser conscientes de la real dimensión de lo uno y de lo otro.

En los últimos cincuenta años Colombia ha hecho avances importantes: los servicios públicos de salud y educación ampliaron su cobertura y otros, como el de electricidad, agua potable y alcantarillado no solo se ampliaron sino que mejoraron; la sociedad se volvió menos parroquial; el divorcio y la homosexualidad dejaron de ser vistos como pecados en amplios sectores de la población y la libertad sexual se convirtió en una costumbre; la justificación política de la violencia en los extremos del espectro político se debilitó; la Iglesia católica perdió la capacidad que tenía para controlar los resultados electorales; las mujeres accedieron en masa al mercado de trabajo y empezaron a emanciparse de la tutela impuesta por sus padres y sus maridos; el uso masivo de televisores y teléfonos celulares acercó a la gente y fortaleció un sentimiento, aunque ligero y consumista, de pertenencia a una nación y se logró un acuerdo de paz con la guerrilla más antigua del país, que si bien tiene tropiezos, parece irreversible. Pero Colombia carga con problemas, originados en viejas promesas incumplidas, que nunca ha podido resolver y que nos atan al pasado, como anclas atascadas en las rocas del fondo del mar.

Entre esas promesas fallidas hay tres particularmente gravosas: la reforma agraria, que nunca se pudo hacer; la construcción de un Estado operante y legítimo en la periferia, que nunca se ha tomado con la seriedad que merece; y la puesta en marcha de un sistema de educación pública amplio y de calidad, que parece olvidado en medio de las preocupaciones del mundo actual. En este libro nos ocupamos de esta última promesa incumplida: una educación pública amplia y de calidad.

Cuando a los colombianos se les vino encima la independencia de España, a principios del siglo XIX, los nuevos gobernantes eran conscientes de que una de las tareas prioritarias que debían acometer era la de educar al pueblo. Nadie dudaba de la necesidad de esta empresa, pero las nuevas élites tenían desacuerdos sobre dos cosas: primero, quién debía tener a cargo esa tarea (¿la Iglesia, como ocurría en el pasado, o el Estado, como ocurría en las nuevas repúblicas del siglo XIX?) y segundo, ligado a lo anterior, cuál debería ser el contenido moral de la instrucción que debía impartirse al pueblo. Esos desacuerdos duraron un siglo y medio, fueron el detonante de guerras civiles y obstaculizaron, cuando no malograron, el propósito inicial de educar al pueblo. Luego, en la segunda mitad del siglo XX, surgieron otros desacuerdos, igual de mal tramitados, esta vez entre los gobiernos, de un lado y los estudiantes y los profesores, del otro, lo que incubó nuevos odios y desconfianzas que dificultaron aún más el proyecto de construir un sistema de educación pública amplio y de calidad. Como tantas veces en la historia de Colombia, las buenas ideas (los proyectos necesarios) resultaron enredados o incluso estropeados por las malas emociones de la política (García-Villegas, 2020). Tal vez nos pasó, en exceso, lo que dice La Rochefoucauld (1665): “Prometemos según el tamaño de las esperanzas y cumplimos según el tamaño de los miedos”.

No es que no haya habido avances. Por supuesto que sí. La cobertura, por ejemplo, se amplió considerablemente en las últimas décadas. Pero el sistema de educación pública tiene, en términos generales, una calidad deficiente. Este deterioro, como ocurre con otros servicios públicos estatales (la seguridad y la salud), desencadena un círculo vicioso que puede expresarse en los siguientes términos. La oferta del servicio, en este caso de educación, es inicialmente deficiente. En consecuencia, las personas pudientes se las arreglan para obtener, de manera privada, el servicio que necesitan o al que aspiran. Con esto, el Estado se ve liberado de su responsabilidad

de proveer el bien público inicialmente prometido y los pudientes, por su parte, pierden interés en él, no lo demandan, ni para sí mismos ni para los demás. Este desenlace nos reconduce al primer elemento del encadenamiento, es decir, a que el Estado, sin presión de las élites y en un contexto en el que la democracia atiende solo imperfectamente las carencias de los excluidos, se contenta con proveer el bien público, en este caso de educación, de manera deficiente. Este círculo vicioso, también conocido como “la trampa de la debilidad de los bienes públicos” (Fergusson, 2019), alimenta un sistema de segregación educativa apalancado en la clase social: mientras que, en términos generales, los hijos de los ricos estudian en colegios y universidades privados de buena calidad, los hijos de los pobres estudian en instituciones públicas o privadas de regular o deficiente calidad. Existen, por supuesto, instituciones públicas de alta calidad, especialmente de educación superior, pero no son suficientes para responder a la demanda [1]. Tal segregación merece el nombre de apartheid educativo y así lo hemos denominado en trabajos anteriores (García-Villegas, Espinosa, Jiménez, & Parra, 2013) [2].

La segregación que da lugar al apartheid empieza desde la primera infancia. Los niños de padres pudientes van a guarderías privadas, mientras que los niños de padres pobres se quedan en casa o son recibidos por instituciones públicas [3]. Las diferencias en sus entornos familiares y de calidad educativa hacen que los niños que ingresan al sistema privado, en promedio, adquieran una mayor habilidad verbal (Prueba TVIP), lo cual les otorga, desde esa edad y según estudios que se han hecho en este tema (Heckman, 2006), una ventaja para todo lo que sigue en el proceso educativo. Tal cosa no solo es inaceptable desde el punto de vista del derecho a la igualdad de oportunidades, sino que es un desperdicio enorme para la sociedad, debido a que frustra una cantidad enorme de personas talentosas que, por causa de una educación deficiente, ven truncado su porvenir.

La discriminación inicial se refuerza luego, en la educación básica y media, donde sigue imperando la separación y las diferencias de calidad del servicio para cada grupo. Así lo muestra el informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) y la prueba Saber 11 en los cuales los niños colombianos de menos recursos obtienen resultados inferiores a los de la región y, por supuesto, a los de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). La clase social, como se verá más adelante, predice el desempeño de los estudiantes y es por lo que, a medida que se avanza en las etapas educativas, la desigualdad, heredada de las primeras etapas, se mantiene hasta la educación superior, en parte debido a la deserción del sistema de aquellos que no alcanzan el puntaje necesario en el examen (muy selectivo) para ingresar a una universidad pública y que no tienen recursos para estudiar en una universidad privada de calidad. Otros, sobre todo en la clase media baja, se resisten a abandonar e ingresan a una universidad privada de baja calidad, que no tiene un examen de ingreso selectivo, que cobra poco dinero en su matrícula y que tiene horarios flexibles, sobre todo nocturnos, que permiten trabajar y estudiar al mismo tiempo. Esta es la solución que han encontrado cientos de miles estudiantes en Colombia y que se traduce en un extraordinario progreso de la oferta de educación privada de poca calidad. Mientras que en los países de la OCDE solo el 30 % de la educación está en manos de los privados, en Colombia esa cifra es del 47 % y, dentro de ese porcentaje, las diferencias son muy marcadas entre la educación de alta calidad, concentrada en unas pocas universidades, y el resto.

La segregación se refuerza, además, con factores como el género (las mujeres hasta hace poco recibían una educación diferente y aún hoy en día soportan obstáculos que frenan su avance), la geografía (la educación rural es más deficiente y ciertas zonas del país, como las costeras, tienen una educación más precaria; ver Patiño, 2021), la etnia (los indígenas y los afros reciben una educación más deficiente), etc. De todo esto resulta una sociedad escindida en cuatro grupos más o menos definidos: uno, el de los privilegiados, con capacidad económica suficiente para esquivar la educación pública y pagar por una educación de alta calidad. Dos, el de las personas de bajos recursos que acceden a la educación estatal, desmejorada por la “trampa de la debilidad de los bienes públicos”, con lo cual difícilmente avanzan hacia la educación superior. Tres, un grupo de clase media y media baja que ingresa, haciendo un gran esfuerzo económico, en instituciones privadas de baja calidad y que, una vez egresa al mercado laboral, no supera los niveles bajos y medios de ese mercado. Y cuatro, los excluidos del sistema educativo, bien sea porque nunca ingresaron, bien porque desertan en algún punto u otro. El gran contraste de esta división, sobre todo cuando se piensa en términos de derechos, está entre el primer grupo y los otros tres.

La suerte que corren los individuos en la sociedad está marcada por su pertenencia a esos grupos. Es como si jugaran un partido de fútbol en una cancha inclinada, según la metáfora propuesta por John Roemer (1998). Mientras los jugadores de un equipo (grupos 2, 3 y 4) no solo tienen que superar a los jugadores rivales, sino que deben hacer un esfuerzo extraordinario para correr hacia arriba y anotar en el arco contrario, los jugadores del otro equipo (grupo 1) tienen todas las condiciones favorables para superar a sus adversarios y anotar tantos.

La metáfora es útil, pero es imperfecta porque en la economía y en el desempeño social, en general, no participamos de un juego de “suma cero”, en el que unos ganan todo y otros pierden todo, como en el partido de fútbol. En la educación, en cambio, el juego es “suma positiva”. Es decir, el hecho de que uno gane no significa que otro pierda. Muchos pueden ganar. Más aún, mientras más gente gane, mejor para todos. Si corregimos las desigualdades de oportunidades, los grupos 2, 3 y 4 podrían ganar los partidos que el grupo 1 suele ganar y, cuando esto ocurre, todos los grupos se benefician: en una sociedad más justa no solo hay mayor estabilidad y armonía social, sino que se da buen uso a los talentos de todos los individuos que la conforman y esto produce beneficios para todos.

No solo la educación es determinante, claro, también están los genes, los antecedentes familiares, la cultura y, en general, el medio social. Pero una educación deficiente es un obstáculo muy difícil de franquear, incluso para los que, por otras razones, están mejor dotados.

La educación pública de calidad fue pensada, desde mediados del siglo XIX, como una institución capaz de atenuar la suerte impuesta por las condiciones naturales y sobre todo por la condición social de los niños al nacer, como ocurría en el ancien régime. La escuela pública en Francia, por ejemplo, era vista y lo sigue siendo, como el espacio de formación ciudadana en donde todos pueden, sin importar su proveniencia, al cabo de 12 años de estudio, salir con oportunidades básicas similares para enfrentar el mundo y jugar el juego social. En los Estados Unidos, por su parte, el ideal igualitario está inscrito en una tradición cívica que ve la educación como un instrumento corrector de las diferencias sociales (Goldstein, 2014; Hanushek, Petersen, & Woessmann, 2013) y que sustenta la conocida expresión: “if you’re willing to work hard and play by the rules, you should be able to get ahead” [4].

En un sistema de apartheid, en cambio, la educación no solo no redime de la desigualdad natural y social, sino que las acentúa. La escuela puede incluso convertirse en una condena (Mora, 2016). En el mejor de los casos, la educación de baja calidad favorece la movilidad social en rangos estrechos de la escala social y permite saltar, por ejemplo, de la clase baja a la media baja o a la media. Esto es un logro, por supuesto, pero un logro con un techo limitado e infranqueable.

Es cierto que la educación de buena calidad tiene una capacidad limitada para cambiar la suerte originada en la clase social. Los niños que nacen en hogares con padres profesionales, en donde hay libros y computadores, tienen un mejor desempeño escolar que los niños de padres campesinos y obreros en cuyos hogares no hay computadores y muy pocos libros (García-González & Skrita, 2019). Eso ocurre incluso en un sistema de educación pluriclasista (con alumnos de todas las clases sociales), en el que, a pesar de tener los mismos profesores y de recibir el mismo tipo de instrucción, los niños de familias acomodadas tienden a tener un mejor desempeño. No obstante, esas condiciones pesarían aún más si el niño pobre recibiera una educación mediocre y estudiara en instituciones en las cuales solo asisten niños de su propia clase social. La escuela pública de calidad y pluriclasista no hace milagros, pero ayuda a corregir las desigualdades heredadas de la clase social.

El apartheid educativo tiene dos componentes. Primero, separa a los estudiantes según su condición económica. Segundo, les ofrece una educación diferenciada: de buena calidad para unos y de regular o mala para los otros [5]. Sobre los efectos de lo segundo se ha escrito mucho, como lo mostramos al inicio de esta introducción. Sobre lo primero, en cambio, es decir sobre los efectos sociales y culturales de la separación, los estudios son escasos. Algunos de ellos se refieren al programa Ser Pilo Paga, en el ámbito universitario, para mostrar que la diversidad social facilita la interacción y genera una mayor conciencia de igualdad entre las clases sociales (Londoño-Vélez, 2016; Corredor, Álvarez-Rivadulla & Maldonado-Carreño, 2020) [6]. Es natural, el desencuentro entre las clases sociales no solo es una cuestión de intereses económicos, sino también de emociones: recelos, sospechas y miedos originados en el simple hecho de que no se conocen, ni tienen una idea clara de cómo viven los otros, qué piensan y en qué creen. En las democracias modernas la escuela y el ejército fueron lugares de encuentro pluriclasista en los que las clases sociales aprendieron a conocerse y a respetarse. En Colombia, en cambio, las clases sociales nunca, o casi nunca, se juntan en condiciones de igualdad, solo cuando hay relaciones jerárquicas de por medio, entre patrones y obreros, jefes y subordinados. Los niños que crecen en los barrios ricos de las ciudades colombianas desconocen los barrios pobres y sus habitantes: nunca han ingresado a sus casas, ni saben cómo viven o qué piensan y a lo sumo tienen las imágenes amañadas que de todo esto presenta la televisión y el cine. Y viceversa: los niños pobres desconocen todo o casi todo de la vida de los niños ricos. De ahí los miedos, los recelos y el menosprecio recíproco que existe entre los ricos y los pobres en Colombia. Una vez más, la educación pública pluriclasista no resuelve ese problema, pero lo atenúa y tal cosa tiene beneficios muy importantes para la convivencia pacífica, la democracia y el fomento de la cultura ciudadana.

La dominación social no solo es un asunto de capital económico concentrado en unos pocos, también es un asunto de capital social y cultural concentrado en esas mismas personas (Bourdieu, 1980, 1989, 1994). La lengua, el acento y los gustos no solo son expresiones de clase social, sino también y, sobre todo, causas de la existencia de dichas clases. Pierre Bourdieu dedicó buena parte de su vida a explorar esa conexión entre capital económico y cultural y mostró, por ejemplo, que las personas no hablan de cierta manera o se visten de cierta manera porque pertenecen a una clase social, sino que pertenecen a esa clase social porque hablan y se visten de esas maneras (Bourdieu, 1982). En los países en donde la educación, sobre todo la educación básica, es pluriclasista, los niños no solo conviven, con todo lo benéfico que esto tiene para limar los prejuicios y los miedos de clase, sino que aprenden a hablar más o menos de la misma manera, con un acento y un vocabulario similar. Cuando, por el contrario, cada clase social cuenta con una identidad lingüística muy acentuada, como ocurre en Colombia, sobre todo en ciudades como Bogotá, los mecanismos de discriminación económica se fortalecen con la dominación cultural.

Los secretos de la reproducción social, es decir del hecho de que los ricos tiendan a perpetuarse tanto como los pobres, no solo están en la distribución desigual de los recursos económicos que poseen, sino en la capacidad que tienen las clases superiores para imponer unos parámetros culturales selectivos que definen lo valioso y lo no valioso en la sociedad y a partir de los cuales filtran a las personas de las clases bajas de las posiciones de privilegio en la sociedad. Esta es, claro, una regla porosa, con muchos agujeros (algunos informales, otros ilegales) que crean una cierta movilidad social.

Las diferencias entre la educación pública y privada en el país se han hecho más visibles con la pandemia de COVID-19. Después de la suspensión de las clases presenciales el 16 de marzo de 2020, los colegios privados implementaron clases virtuales sincrónicas, mientras que buena parte de los colegios públicos debió optar por usar medios como la radio y la televisión y enviar guías y talleres impresos o por medio de correos electrónicos o WhatsApp. A esto se suma que, una vez aprobado el retorno gradual y progresivo a los colegios con protocolos de bioseguridad, la mayor parte de colegios privados regresaron a principios del 2021 a las clases presenciales en tanto que la mayor parte de los colegios públicos solo lo hicieron en el segundo semestre de este año.

La pandemia y el cierre de colegios parece haber tenido efectos adversos en la educación primaria y secundaria. Se espera, además, que estos efectos sean más graves para los estudiantes pobres de colegios públicos sin acceso a internet ni a equipos electrónicos adecuados. Los resultados de la prueba Saber 11 del segundo semestre del año 2020, en comparación con años anteriores, analizados por el Laboratorio de Economía de la Educación de la Pontificia Universidad Javeriana, muestran que el cierre prolongado coincide con el aumento en la brecha de resultados de la educación pública y privada (Abadía, Gómez & Cifuentes, 2021). En efecto, para el 2020, el puntaje global cayó un punto entre los estudiantes con acceso a internet, mientras que cayó tres puntos entre quienes no contaban con ese servicio. Así también, el puntaje global de las pruebas de los estudiantes de colegios oficiales se vio más afectado que el de las pruebas de los estudiantes de colegios privados. Esto resulta en una ampliación de la brecha en los puntajes globales de 5 puntos: si antes de la pandemia la diferencia entre el puntaje de los estudiantes de colegios públicos y privados era de 24 puntos, después de ella es de 29,5 puntos. Abadía et al. encuentran además que el número de estudiantes que presentó la prueba en el 2020 disminuyó en todos los estratos respecto al año anterior, pero la caída fue más grande en los estratos 1, 2 y 3. Todo ello afectará negativamente sus posibilidades para ingresar en la educación superior, acceder a créditos y becas y, finalmente, sus posibilidades laborales en el futuro.

***

Este libro hace parte de un proyecto más amplio de Dejusticia destinado a pensar el tema de la desigualdad en distintos ámbitos de la vida social colombiana. Uno de esos ámbitos es la educación en donde las desigualdades son particularmente notorias. Aquí retomamos una investigación hecha en Dejusticia en 2013 bajo el título de “Separados y desiguales; educación y clases sociales en Colombia” (García-Villegas, Espinosa, Jiménez & Parra, 2013), con el propósito de seguir el hilo de la hipótesis que allí defendimos, esto es, la existencia de un apartheid educativo en Colombia y de ir más allá en las raíces históricas y culturales de ese fenómeno.

El libro está dividido en dos apartados: en el primero nos ocupamos de historia política de la educación y en el segundo de los datos que dan cuenta de la segregación o apartheid educativo. Terminamos con un breve capítulo de recomendaciones.

Nuestro proyecto no termina con la publicación de este libro. En la actualidad adelantamos una serie de investigaciones complementarias sobre educación y clase social, sobre todo relacionadas con la dimensión cultural del apartheid y en particular con los costos de no tener eso que llamamos en esta introducción una educación pluriclasista. Una vez terminemos esas investigaciones publicaremos un libro en el que incluiremos los textos que aquí publicamos y los resultados de aquellas investigaciones en curso.

REFERENCIAS:

  • Abadía, L. K., Gómez, S., & Cifuentes J. (2021). Saber11 en Tiempos de Pandemia: ¿Quiénes fueron los más afectados? Recuperado de DocPlayer
  • Bourdieu, P. (1980). Ce que parler veut dire: L’économie des échanges linguistiques. París: Editions de Minuit.
  • Bourdieu, P. (1989) La Noblesse d’État. Grandes écoles et esprit de corps. Paris: Minuit.
  • Bourdieu, P. (1994). Raisons pratiques: Sur la théorie de l’action. Paris: Seuil.
  • Corredor, J., Álvarez-Rivadulla, M. J., & Maldonado-Carreño, C. (2020). Good will hunting: Social integration of students receiving forgivable loans for college education in contexts of high inequality. Studies in Higher Education, 45(8), 1664-1678. https://doi.org/10.1080/03075079.2019.1629410
  • Fergusson, L. (2019). Who wants violence? The political economy of conflict and state building in Colombia. Cuadernos de Economía, 38(78), 671-700.
  • García-González, D., & Skrita, A. (2019). Predicting Academic Performance Based on Students’ Family Environment: Evidence for Colombia Using Classification Trees, Psychology, Society & Education, 11(3), 299-311.
  • García-Villegas, M. (2020). El país de las emociones tristes. Bogotá: Planeta.
  • García-Villegas, M., Espinosa, J. R., Jiménez, F., & Parra, J. D. (2013). Separados y desiguales. Educación y clases sociales en Colombia. Bogotá: Ediciones Antropos.
  • Goldstein, D. (2014). The teacher wars: A history of America’s most embattled profession. Nueva York: Random House.
  • Hanushek, E. A.; Peterson, P. & Woessman, L. (2013). Endangering prosperity: A global view of the American school. Washington: Brookings Institution Press.
  • Heckman, J. J. (2006). Skill Formation and the Economics of Investing in Disadvantaged Children. LIFE CYCLES, 312, 3.
  • Londoño-Vélez, J. (2016). Diversity and redistributive preferences: Evidence from a quasi-experiment in Colombia. Available at SSRN 2865932.
  • Mora, A. F. (2016). La seudorrevolución educativa : desigualdades, capitalismo y control en la educación superior en Colombia. Bogotoá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
  • Patiño, E. (2021). ¿Se rajan las universidades costeñas en calidad educativa? Contexto. Recuperado de Contexto.
  • Roemer, J. E. (1998). Igualdad de oportunidades. Isegoría, 18, 71-87.

 

NOTAS:
[1] Esto resulta en sistemas de ingreso muy restringidos a las instituciones educativas de educación superior de alta calidad en los que, como se verá, los grupos menos privilegiados tienen menos posibilidades de obtener un cupo.

[2] La palabra apartheid designaba una política de segregación racial que tuvo lugar en Sudáfrica hasta los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado. Mediante esta política, implantada por los colonizadores ingleses y holandeses, se dividió a la población en categorías raciales y se crearon regímenes separados de garantía de derechos en función de esas categorías, siempre bajo el predominio de la raza blanca sobre las demás. Aquí se utiliza esa misma palabra para designar un fenómeno muy diferente, pero con resultados discriminatorios similares, tal vez más cercanos a la política de segregación racial ocurrida en los Estados Unidos con las leyes de Jim Crow.

[3] En 2017 había 5.875.633 niños entre 0 y 6 años, de los cuales 1.801.028 fueron atendidos por el ICBF, no todos en la modalidad integral, que es aquella que ha tenido resultados positivos en las evaluaciones realizadas. Otros 940.000 niños fueron atendidos en instituciones públicas y privadas prescolares.

[4] “Si estás dispuesto a trabajar duro y seguir las normas, deberías poder salir adelante”. Se trata, sin embargo, de un ideal que tuvo una época de gloria a mediados del siglo XX en los Estados Unidos y que, por razones ligadas al modelo económico actual, es menos alcanzable (Sandel, 2020).

[5] Hay, por supuesto, excepciones a esto y particularidades en cada uno de los niveles educativos que serán discutidas más adelante.

[6] El contacto entre grupos disminuye los prejuicios, al respecto ver Mousa (2020). De otra parte, un estudio de Rao (2019) en escuelas de Delhi, India encuentra que cuando los estudiantes de clase alta interactúan en el colegio con compañeros de clase baja, aquellos son más prosociales, generosos y están menos dispuestos a discriminar a los estudiantes.

 

CRÉDITOS:
Este es un apartado del documento original “Educación y clases sociales en Colombia: un estudio sobre apartheid educativo”, coordinado por Mauricio García Villegas & Leopoldo Fergusson. Publicado en Agosto 19 de 2021 por Dejusticia.  La selección del apartado del libro publicado en este documento es exclusiva responsabilidad del Portal Eduteka y no fue sometida a aval por parte de Dejustica.

Publicación de este documento en EDUTEKA: Febrero 9 de 2022.
Última actualización de este documento: Febrero 9 de 2022.

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EDUCACIÓN Y CLASES SOCIALES EN COLOMBIA: UN ESTUDIO SOBRE APARTHEID EDUCATIVO

Por Mauricio García Villegas & Leopoldo Fergusson (coord.)

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En Colombia el progreso suele ir lento, con parsimonia, y a veces tenemos la impresión de que los males que nos aquejan, los viejos y los nuevos que van llegando, avanzan más rápido que las soluciones o que estas nunca llegan. Lo cierto es que hay de ambas cosas, avances y retrocesos, y que para entender mejor lo que somos y sobre todo para calibrar mejor nuestras esperanzas (lo que podemos lograr) es importante ser conscientes de la real dimensión de lo uno y de lo otro.

En los últimos cincuenta años Colombia ha hecho avances importantes: los servicios públicos de salud y educación ampliaron su cobertura y otros, como el de electricidad, agua potable y alcantarillado no solo se ampliaron sino que mejoraron; la sociedad se volvió menos parroquial; el divorcio y la homosexualidad dejaron de ser vistos como pecados en amplios sectores de la población y la libertad sexual se convirtió en una costumbre; la justificación política de la violencia en los extremos del espectro político se debilitó; la Iglesia católica perdió la capacidad que tenía para controlar los resultados electorales; las mujeres accedieron en masa al mercado de trabajo y empezaron a emanciparse de la tutela impuesta por sus padres y sus maridos; el uso masivo de televisores y teléfonos celulares acercó a la gente y fortaleció un sentimiento, aunque ligero y consumista, de pertenencia a una nación y se logró un acuerdo de paz con la guerrilla más antigua del país, que si bien tiene tropiezos, parece irreversible. Pero Colombia carga con problemas, originados en viejas promesas incumplidas, que nunca ha podido resolver y que nos atan al pasado, como anclas atascadas en las rocas del fondo del mar.

Entre esas promesas fallidas hay tres particularmente gravosas: la reforma agraria, que nunca se pudo hacer; la construcción de un Estado operante y legítimo en la periferia, que nunca se ha tomado con la seriedad que merece; y la puesta en marcha de un sistema de educación pública amplio y de calidad, que parece olvidado en medio de las preocupaciones del mundo actual. En este libro nos ocupamos de esta última promesa incumplida: una educación pública amplia y de calidad.

Cuando a los colombianos se les vino encima la independencia de España, a principios del siglo XIX, los nuevos gobernantes eran conscientes de que una de las tareas prioritarias que debían acometer era la de educar al pueblo. Nadie dudaba de la necesidad de esta empresa, pero las nuevas élites tenían desacuerdos sobre dos cosas: primero, quién debía tener a cargo esa tarea (¿la Iglesia, como ocurría en el pasado, o el Estado, como ocurría en las nuevas repúblicas del siglo XIX?) y segundo, ligado a lo anterior, cuál debería ser el contenido moral de la instrucción que debía impartirse al pueblo. Esos desacuerdos duraron un siglo y medio, fueron el detonante de guerras civiles y obstaculizaron, cuando no malograron, el propósito inicial de educar al pueblo. Luego, en la segunda mitad del siglo XX, surgieron otros desacuerdos, igual de mal tramitados, esta vez entre los gobiernos, de un lado y los estudiantes y los profesores, del otro, lo que incubó nuevos odios y desconfianzas que dificultaron aún más el proyecto de construir un sistema de educación pública amplio y de calidad. Como tantas veces en la historia de Colombia, las buenas ideas (los proyectos necesarios) resultaron enredados o incluso estropeados por las malas emociones de la política (García-Villegas, 2020). Tal vez nos pasó, en exceso, lo que dice La Rochefoucauld (1665): “Prometemos según el tamaño de las esperanzas y cumplimos según el tamaño de los miedos”.

No es que no haya habido avances. Por supuesto que sí. La cobertura, por ejemplo, se amplió considerablemente en las últimas décadas. Pero el sistema de educación pública tiene, en términos generales, una calidad deficiente. Este deterioro, como ocurre con otros servicios públicos estatales (la seguridad y la salud), desencadena un círculo vicioso que puede expresarse en los siguientes términos. La oferta del servicio, en este caso de educación, es inicialmente deficiente. En consecuencia, las personas pudientes se las arreglan para obtener, de manera privada, el servicio que necesitan o al que aspiran. Con esto, el Estado se ve liberado de su responsabilidad

de proveer el bien público inicialmente prometido y los pudientes, por su parte, pierden interés en él, no lo demandan, ni para sí mismos ni para los demás. Este desenlace nos reconduce al primer elemento del encadenamiento, es decir, a que el Estado, sin presión de las élites y en un contexto en el que la democracia atiende solo imperfectamente las carencias de los excluidos, se contenta con proveer el bien público, en este caso de educación, de manera deficiente. Este círculo vicioso, también conocido como “la trampa de la debilidad de los bienes públicos” (Fergusson, 2019), alimenta un sistema de segregación educativa apalancado en la clase social: mientras que, en términos generales, los hijos de los ricos estudian en colegios y universidades privados de buena calidad, los hijos de los pobres estudian en instituciones públicas o privadas de regular o deficiente calidad. Existen, por supuesto, instituciones públicas de alta calidad, especialmente de educación superior, pero no son suficientes para responder a la demanda [1]. Tal segregación merece el nombre de apartheid educativo y así lo hemos denominado en trabajos anteriores (García-Villegas, Espinosa, Jiménez, & Parra, 2013) [2].

La segregación que da lugar al apartheid empieza desde la primera infancia. Los niños de padres pudientes van a guarderías privadas, mientras que los niños de padres pobres se quedan en casa o son recibidos por instituciones públicas [3]. Las diferencias en sus entornos familiares y de calidad educativa hacen que los niños que ingresan al sistema privado, en promedio, adquieran una mayor habilidad verbal (Prueba TVIP), lo cual les otorga, desde esa edad y según estudios que se han hecho en este tema (Heckman, 2006), una ventaja para todo lo que sigue en el proceso educativo. Tal cosa no solo es inaceptable desde el punto de vista del derecho a la igualdad de oportunidades, sino que es un desperdicio enorme para la sociedad, debido a que frustra una cantidad enorme de personas talentosas que, por causa de una educación deficiente, ven truncado su porvenir.

La discriminación inicial se refuerza luego, en la educación básica y media, donde sigue imperando la separación y las diferencias de calidad del servicio para cada grupo. Así lo muestra el informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) y la prueba Saber 11 en los cuales los niños colombianos de menos recursos obtienen resultados inferiores a los de la región y, por supuesto, a los de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). La clase social, como se verá más adelante, predice el desempeño de los estudiantes y es por lo que, a medida que se avanza en las etapas educativas, la desigualdad, heredada de las primeras etapas, se mantiene hasta la educación superior, en parte debido a la deserción del sistema de aquellos que no alcanzan el puntaje necesario en el examen (muy selectivo) para ingresar a una universidad pública y que no tienen recursos para estudiar en una universidad privada de calidad. Otros, sobre todo en la clase media baja, se resisten a abandonar e ingresan a una universidad privada de baja calidad, que no tiene un examen de ingreso selectivo, que cobra poco dinero en su matrícula y que tiene horarios flexibles, sobre todo nocturnos, que permiten trabajar y estudiar al mismo tiempo. Esta es la solución que han encontrado cientos de miles estudiantes en Colombia y que se traduce en un extraordinario progreso de la oferta de educación privada de poca calidad. Mientras que en los países de la OCDE solo el 30 % de la educación está en manos de los privados, en Colombia esa cifra es del 47 % y, dentro de ese porcentaje, las diferencias son muy marcadas entre la educación de alta calidad, concentrada en unas pocas universidades, y el resto.

La segregación se refuerza, además, con factores como el género (las mujeres hasta hace poco recibían una educación diferente y aún hoy en día soportan obstáculos que frenan su avance), la geografía (la educación rural es más deficiente y ciertas zonas del país, como las costeras, tienen una educación más precaria; ver Patiño, 2021), la etnia (los indígenas y los afros reciben una educación más deficiente), etc. De todo esto resulta una sociedad escindida en cuatro grupos más o menos definidos: uno, el de los privilegiados, con capacidad económica suficiente para esquivar la educación pública y pagar por una educación de alta calidad. Dos, el de las personas de bajos recursos que acceden a la educación estatal, desmejorada por la “trampa de la debilidad de los bienes públicos”, con lo cual difícilmente avanzan hacia la educación superior. Tres, un grupo de clase media y media baja que ingresa, haciendo un gran esfuerzo económico, en instituciones privadas de baja calidad y que, una vez egresa al mercado laboral, no supera los niveles bajos y medios de ese mercado. Y cuatro, los excluidos del sistema educativo, bien sea porque nunca ingresaron, bien porque desertan en algún punto u otro. El gran contraste de esta división, sobre todo cuando se piensa en términos de derechos, está entre el primer grupo y los otros tres.

La suerte que corren los individuos en la sociedad está marcada por su pertenencia a esos grupos. Es como si jugaran un partido de fútbol en una cancha inclinada, según la metáfora propuesta por John Roemer (1998). Mientras los jugadores de un equipo (grupos 2, 3 y 4) no solo tienen que superar a los jugadores rivales, sino que deben hacer un esfuerzo extraordinario para correr hacia arriba y anotar en el arco contrario, los jugadores del otro equipo (grupo 1) tienen todas las condiciones favorables para superar a sus adversarios y anotar tantos.

La metáfora es útil, pero es imperfecta porque en la economía y en el desempeño social, en general, no participamos de un juego de “suma cero”, en el que unos ganan todo y otros pierden todo, como en el partido de fútbol. En la educación, en cambio, el juego es “suma positiva”. Es decir, el hecho de que uno gane no significa que otro pierda. Muchos pueden ganar. Más aún, mientras más gente gane, mejor para todos. Si corregimos las desigualdades de oportunidades, los grupos 2, 3 y 4 podrían ganar los partidos que el grupo 1 suele ganar y, cuando esto ocurre, todos los grupos se benefician: en una sociedad más justa no solo hay mayor estabilidad y armonía social, sino que se da buen uso a los talentos de todos los individuos que la conforman y esto produce beneficios para todos.

No solo la educación es determinante, claro, también están los genes, los antecedentes familiares, la cultura y, en general, el medio social. Pero una educación deficiente es un obstáculo muy difícil de franquear, incluso para los que, por otras razones, están mejor dotados.

La educación pública de calidad fue pensada, desde mediados del siglo XIX, como una institución capaz de atenuar la suerte impuesta por las condiciones naturales y sobre todo por la condición social de los niños al nacer, como ocurría en el ancien régime. La escuela pública en Francia, por ejemplo, era vista y lo sigue siendo, como el espacio de formación ciudadana en donde todos pueden, sin importar su proveniencia, al cabo de 12 años de estudio, salir con oportunidades básicas similares para enfrentar el mundo y jugar el juego social. En los Estados Unidos, por su parte, el ideal igualitario está inscrito en una tradición cívica que ve la educación como un instrumento corrector de las diferencias sociales (Goldstein, 2014; Hanushek, Petersen, & Woessmann, 2013) y que sustenta la conocida expresión: “if you’re willing to work hard and play by the rules, you should be able to get ahead” [4].

En un sistema de apartheid, en cambio, la educación no solo no redime de la desigualdad natural y social, sino que las acentúa. La escuela puede incluso convertirse en una condena (Mora, 2016). En el mejor de los casos, la educación de baja calidad favorece la movilidad social en rangos estrechos de la escala social y permite saltar, por ejemplo, de la clase baja a la media baja o a la media. Esto es un logro, por supuesto, pero un logro con un techo limitado e infranqueable.

Es cierto que la educación de buena calidad tiene una capacidad limitada para cambiar la suerte originada en la clase social. Los niños que nacen en hogares con padres profesionales, en donde hay libros y computadores, tienen un mejor desempeño escolar que los niños de padres campesinos y obreros en cuyos hogares no hay computadores y muy pocos libros (García-González & Skrita, 2019). Eso ocurre incluso en un sistema de educación pluriclasista (con alumnos de todas las clases sociales), en el que, a pesar de tener los mismos profesores y de recibir el mismo tipo de instrucción, los niños de familias acomodadas tienden a tener un mejor desempeño. No obstante, esas condiciones pesarían aún más si el niño pobre recibiera una educación mediocre y estudiara en instituciones en las cuales solo asisten niños de su propia clase social. La escuela pública de calidad y pluriclasista no hace milagros, pero ayuda a corregir las desigualdades heredadas de la clase social.

El apartheid educativo tiene dos componentes. Primero, separa a los estudiantes según su condición económica. Segundo, les ofrece una educación diferenciada: de buena calidad para unos y de regular o mala para los otros [5]. Sobre los efectos de lo segundo se ha escrito mucho, como lo mostramos al inicio de esta introducción. Sobre lo primero, en cambio, es decir sobre los efectos sociales y culturales de la separación, los estudios son escasos. Algunos de ellos se refieren al programa Ser Pilo Paga, en el ámbito universitario, para mostrar que la diversidad social facilita la interacción y genera una mayor conciencia de igualdad entre las clases sociales (Londoño-Vélez, 2016; Corredor, Álvarez-Rivadulla & Maldonado-Carreño, 2020) [6]. Es natural, el desencuentro entre las clases sociales no solo es una cuestión de intereses económicos, sino también de emociones: recelos, sospechas y miedos originados en el simple hecho de que no se conocen, ni tienen una idea clara de cómo viven los otros, qué piensan y en qué creen. En las democracias modernas la escuela y el ejército fueron lugares de encuentro pluriclasista en los que las clases sociales aprendieron a conocerse y a respetarse. En Colombia, en cambio, las clases sociales nunca, o casi nunca, se juntan en condiciones de igualdad, solo cuando hay relaciones jerárquicas de por medio, entre patrones y obreros, jefes y subordinados. Los niños que crecen en los barrios ricos de las ciudades colombianas desconocen los barrios pobres y sus habitantes: nunca han ingresado a sus casas, ni saben cómo viven o qué piensan y a lo sumo tienen las imágenes amañadas que de todo esto presenta la televisión y el cine. Y viceversa: los niños pobres desconocen todo o casi todo de la vida de los niños ricos. De ahí los miedos, los recelos y el menosprecio recíproco que existe entre los ricos y los pobres en Colombia. Una vez más, la educación pública pluriclasista no resuelve ese problema, pero lo atenúa y tal cosa tiene beneficios muy importantes para la convivencia pacífica, la democracia y el fomento de la cultura ciudadana.

La dominación social no solo es un asunto de capital económico concentrado en unos pocos, también es un asunto de capital social y cultural concentrado en esas mismas personas (Bourdieu, 1980, 1989, 1994). La lengua, el acento y los gustos no solo son expresiones de clase social, sino también y, sobre todo, causas de la existencia de dichas clases. Pierre Bourdieu dedicó buena parte de su vida a explorar esa conexión entre capital económico y cultural y mostró, por ejemplo, que las personas no hablan de cierta manera o se visten de cierta manera porque pertenecen a una clase social, sino que pertenecen a esa clase social porque hablan y se visten de esas maneras (Bourdieu, 1982). En los países en donde la educación, sobre todo la educación básica, es pluriclasista, los niños no solo conviven, con todo lo benéfico que esto tiene para limar los prejuicios y los miedos de clase, sino que aprenden a hablar más o menos de la misma manera, con un acento y un vocabulario similar. Cuando, por el contrario, cada clase social cuenta con una identidad lingüística muy acentuada, como ocurre en Colombia, sobre todo en ciudades como Bogotá, los mecanismos de discriminación económica se fortalecen con la dominación cultural.

Los secretos de la reproducción social, es decir del hecho de que los ricos tiendan a perpetuarse tanto como los pobres, no solo están en la distribución desigual de los recursos económicos que poseen, sino en la capacidad que tienen las clases superiores para imponer unos parámetros culturales selectivos que definen lo valioso y lo no valioso en la sociedad y a partir de los cuales filtran a las personas de las clases bajas de las posiciones de privilegio en la sociedad. Esta es, claro, una regla porosa, con muchos agujeros (algunos informales, otros ilegales) que crean una cierta movilidad social.

Las diferencias entre la educación pública y privada en el país se han hecho más visibles con la pandemia de COVID-19. Después de la suspensión de las clases presenciales el 16 de marzo de 2020, los colegios privados implementaron clases virtuales sincrónicas, mientras que buena parte de los colegios públicos debió optar por usar medios como la radio y la televisión y enviar guías y talleres impresos o por medio de correos electrónicos o WhatsApp. A esto se suma que, una vez aprobado el retorno gradual y progresivo a los colegios con protocolos de bioseguridad, la mayor parte de colegios privados regresaron a principios del 2021 a las clases presenciales en tanto que la mayor parte de los colegios públicos solo lo hicieron en el segundo semestre de este año.

La pandemia y el cierre de colegios parece haber tenido efectos adversos en la educación primaria y secundaria. Se espera, además, que estos efectos sean más graves para los estudiantes pobres de colegios públicos sin acceso a internet ni a equipos electrónicos adecuados. Los resultados de la prueba Saber 11 del segundo semestre del año 2020, en comparación con años anteriores, analizados por el Laboratorio de Economía de la Educación de la Pontificia Universidad Javeriana, muestran que el cierre prolongado coincide con el aumento en la brecha de resultados de la educación pública y privada (Abadía, Gómez & Cifuentes, 2021). En efecto, para el 2020, el puntaje global cayó un punto entre los estudiantes con acceso a internet, mientras que cayó tres puntos entre quienes no contaban con ese servicio. Así también, el puntaje global de las pruebas de los estudiantes de colegios oficiales se vio más afectado que el de las pruebas de los estudiantes de colegios privados. Esto resulta en una ampliación de la brecha en los puntajes globales de 5 puntos: si antes de la pandemia la diferencia entre el puntaje de los estudiantes de colegios públicos y privados era de 24 puntos, después de ella es de 29,5 puntos. Abadía et al. encuentran además que el número de estudiantes que presentó la prueba en el 2020 disminuyó en todos los estratos respecto al año anterior, pero la caída fue más grande en los estratos 1, 2 y 3. Todo ello afectará negativamente sus posibilidades para ingresar en la educación superior, acceder a créditos y becas y, finalmente, sus posibilidades laborales en el futuro.

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Este libro hace parte de un proyecto más amplio de Dejusticia destinado a pensar el tema de la desigualdad en distintos ámbitos de la vida social colombiana. Uno de esos ámbitos es la educación en donde las desigualdades son particularmente notorias. Aquí retomamos una investigación hecha en Dejusticia en 2013 bajo el título de “Separados y desiguales; educación y clases sociales en Colombia” (García-Villegas, Espinosa, Jiménez & Parra, 2013), con el propósito de seguir el hilo de la hipótesis que allí defendimos, esto es, la existencia de un apartheid educativo en Colombia y de ir más allá en las raíces históricas y culturales de ese fenómeno.

El libro está dividido en dos apartados: en el primero nos ocupamos de historia política de la educación y en el segundo de los datos que dan cuenta de la segregación o apartheid educativo. Terminamos con un breve capítulo de recomendaciones.

Nuestro proyecto no termina con la publicación de este libro. En la actualidad adelantamos una serie de investigaciones complementarias sobre educación y clase social, sobre todo relacionadas con la dimensión cultural del apartheid y en particular con los costos de no tener eso que llamamos en esta introducción una educación pluriclasista. Una vez terminemos esas investigaciones publicaremos un libro en el que incluiremos los textos que aquí publicamos y los resultados de aquellas investigaciones en curso.

REFERENCIAS:

  • Abadía, L. K., Gómez, S., & Cifuentes J. (2021). Saber11 en Tiempos de Pandemia: ¿Quiénes fueron los más afectados? Recuperado de DocPlayer
  • Bourdieu, P. (1980). Ce que parler veut dire: L’économie des échanges linguistiques. París: Editions de Minuit.
  • Bourdieu, P. (1989) La Noblesse d’État. Grandes écoles et esprit de corps. Paris: Minuit.
  • Bourdieu, P. (1994). Raisons pratiques: Sur la théorie de l’action. Paris: Seuil.
  • Corredor, J., Álvarez-Rivadulla, M. J., & Maldonado-Carreño, C. (2020). Good will hunting: Social integration of students receiving forgivable loans for college education in contexts of high inequality. Studies in Higher Education, 45(8), 1664-1678. https://doi.org/10.1080/03075079.2019.1629410
  • Fergusson, L. (2019). Who wants violence? The political economy of conflict and state building in Colombia. Cuadernos de Economía, 38(78), 671-700.
  • García-González, D., & Skrita, A. (2019). Predicting Academic Performance Based on Students’ Family Environment: Evidence for Colombia Using Classification Trees, Psychology, Society & Education, 11(3), 299-311.
  • García-Villegas, M. (2020). El país de las emociones tristes. Bogotá: Planeta.
  • García-Villegas, M., Espinosa, J. R., Jiménez, F., & Parra, J. D. (2013). Separados y desiguales. Educación y clases sociales en Colombia. Bogotá: Ediciones Antropos.
  • Goldstein, D. (2014). The teacher wars: A history of America’s most embattled profession. Nueva York: Random House.
  • Hanushek, E. A.; Peterson, P. & Woessman, L. (2013). Endangering prosperity: A global view of the American school. Washington: Brookings Institution Press.
  • Heckman, J. J. (2006). Skill Formation and the Economics of Investing in Disadvantaged Children. LIFE CYCLES, 312, 3.
  • Londoño-Vélez, J. (2016). Diversity and redistributive preferences: Evidence from a quasi-experiment in Colombia. Available at SSRN 2865932.
  • Mora, A. F. (2016). La seudorrevolución educativa : desigualdades, capitalismo y control en la educación superior en Colombia. Bogotoá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
  • Patiño, E. (2021). ¿Se rajan las universidades costeñas en calidad educativa? Contexto. Recuperado de Contexto.
  • Roemer, J. E. (1998). Igualdad de oportunidades. Isegoría, 18, 71-87.

 

NOTAS:
[1] Esto resulta en sistemas de ingreso muy restringidos a las instituciones educativas de educación superior de alta calidad en los que, como se verá, los grupos menos privilegiados tienen menos posibilidades de obtener un cupo.

[2] La palabra apartheid designaba una política de segregación racial que tuvo lugar en Sudáfrica hasta los primeros años de la década de los noventa del siglo pasado. Mediante esta política, implantada por los colonizadores ingleses y holandeses, se dividió a la población en categorías raciales y se crearon regímenes separados de garantía de derechos en función de esas categorías, siempre bajo el predominio de la raza blanca sobre las demás. Aquí se utiliza esa misma palabra para designar un fenómeno muy diferente, pero con resultados discriminatorios similares, tal vez más cercanos a la política de segregación racial ocurrida en los Estados Unidos con las leyes de Jim Crow.

[3] En 2017 había 5.875.633 niños entre 0 y 6 años, de los cuales 1.801.028 fueron atendidos por el ICBF, no todos en la modalidad integral, que es aquella que ha tenido resultados positivos en las evaluaciones realizadas. Otros 940.000 niños fueron atendidos en instituciones públicas y privadas prescolares.

[4] “Si estás dispuesto a trabajar duro y seguir las normas, deberías poder salir adelante”. Se trata, sin embargo, de un ideal que tuvo una época de gloria a mediados del siglo XX en los Estados Unidos y que, por razones ligadas al modelo económico actual, es menos alcanzable (Sandel, 2020).

[5] Hay, por supuesto, excepciones a esto y particularidades en cada uno de los niveles educativos que serán discutidas más adelante.

[6] El contacto entre grupos disminuye los prejuicios, al respecto ver Mousa (2020). De otra parte, un estudio de Rao (2019) en escuelas de Delhi, India encuentra que cuando los estudiantes de clase alta interactúan en el colegio con compañeros de clase baja, aquellos son más prosociales, generosos y están menos dispuestos a discriminar a los estudiantes.

 

CRÉDITOS:
Este es un apartado del documento original “Educación y clases sociales en Colombia: un estudio sobre apartheid educativo”, coordinado por Mauricio García Villegas & Leopoldo Fergusson. Publicado en Agosto 19 de 2021 por Dejusticia.  La selección del apartado del libro publicado en este documento es exclusiva responsabilidad del Portal Eduteka y no fue sometida a aval por parte de Dejustica.

Publicación de este documento en EDUTEKA: Febrero 9 de 2022.
Última actualización de este documento: Febrero 9 de 2022.

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