Determinación, curiosidad y el oculto poder del carácter PAUL TOUGH
Uno de los propósitos fundamentales de la educación actual es la formación integral del ser humano. Sin embargo, muchas Instituciones Educativas que dicen promover la formación integral, en la práctica se enfocan casi exclusivamente en el desarrollo de la dimensión cognitiva de sus estudiantes. Este libro, fundamentado en investigaciones, aboga porque durante el proceso educativo se de mayor peso al desarrollo de las habilidades “blandas” o no cognitivas, pues son estas, las que en últimas, dan a los estudiantes las herramientas para vencer obstáculos, perseverar y alcanzar el éxito a largo plazo en los campos personal y laboral. Paul Tough, reconocido periodista del New York Times, indaga por qué algunos niños tienen éxito mientras que otros fracasan y encuentra que las cualidades que más importan a largo plazo para tener éxito en la vida tienen que ver más con el desarrollo del carácter que de la inteligencia. Por lo tanto, desarrollar habilidades como perseverancia, curiosidad, conciencia, optimismo y autocontrol es tan importante como aprender matemáticas, ciencias y lenguaje.
Este libro provocador y profundamente esperanzador tiene el potencial para cambiar la forma de criar y educar a los niños. De hecho, se ha convertido en el libro de cabecera de muchos directivos y docentes pertenecientes a Instituciones Educativas de vanguardia. Por sus planteamientos tan bien argumentados y sustentados, recomendamos ampliamente a todos nuestros usuarios su lectura. Con el fin de darles un “abrebocas” del contenido de este “bestseller”, hemos traducido al español la introducción. El libro que se puede adquirir en línea en Amazon, Barnes & Noble, Indie Bound, Powells o iTunes.
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INTRODUCCIÓN
En el verano del 2009, un par de semanas después del nacimiento de mi hijo Elliot, en una pequeña ciudad de New Jersey (USA), pasé un día en un aula de pre-escolar. Los dos eventos no estaban relacionados, pues mi visita al salón 140 de la escuela de primaria “Red Bank” no tenía por objeto valorar, desde la perspectiva de mi nueva paternidad, el alcance de la clase sino para tratar de entenderla como periodista. A primera vista, el aula parecía muy común y corriente. Las paredes de concreto estaban pintadas con un tono alegre de amarillo y la bandera norteamericana se desplegaba cerca al tablero. En todo el salón, niños de 4 años realizaban gozosos, actividades propias de los niños de pre-escolar: construían torres con Lego, manejaban camiones por entre mesas con arena y unían piezas de rompecabezas. Pero a medida que el día progresaba me di cuenta que lo que sucedía en el salón 140, de maneras tanto evidentes, como sutiles, estaba lejos de ser corriente. Comenzando porque llamaba la atención la calma y orden de los niños. No hubo lágrimas ese día, ni deseos de llamar la atención, ni pataletas, ni peleas. Curiosamente la maestra, una joven de pelo oscuro llamada Señorita Leonardo, no parecía esforzarse por mantener el orden y ni siquiera para guiar la conducta de los niños de manera explícita. No hubo recriminaciones, ni estrellas doradas, ni castigos, ni frases como “¡me gusta la forma como Kelliane está poniendo atención!” Sorprendente, ni premios por el buen comportamiento, ni castigos por el malo.
Los estudiantes del salón 140 estaban enrolados en un programa llamado Herramientas de la Mente, un currículo relativamente nuevo, para jardín maternal y pre-escolar, creado por dos educadores de Denver, basado en una teoría poco ortodoxa del desarrollo de los niños. En los Estados Unidos la mayoría de las clases para edad temprana están diseñadas para desarrollar en los niños un conjunto de habilidades académicas específicas, la mayoría de ellas relacionadas con comprender textos y manipular números. En contraste, Herramientas de la Mente, no se enfoca mucho en lectura o habilidades matemáticas. En cambio, todas sus intervenciones tienen por objeto ayudar a los niños a desarrollar un tipo diferente de habilidad: controlar sus impulsos, mantenerse enfocados en la tarea que están haciendo, evitar distracciones y trampas mentales, manejar sus emociones, organizar sus pensamientos. Los fundadores de Herramientas de la Mente, creen que estas habilidades, las cuales agrupan ellos bajo el común denominador de “auto control”, contribuirán más a que los estudiantes alcancen resultados positivos en grado primero y en los grados subsiguientes, que las habilidades pre académicas.
A los estudiantes que trabajan con Herramientas de la Mente se les enseñan una variedad de estrategias, trucos y hábitos que pueden desplegar para mantener sus mentes enfocadas. Aprenden a usar un “discurso privado”: hablar con ellos mismos a medida que realizan una tarea difícil (como, escribir la letra W), lo que les ayuda a recordar cuál es el paso siguiente (abajo, arriba, abajo, arriba). Usan “mediadores”: objetos físicos que les recuerdan cómo completar una actividad particular (por ejemplo, dos cartas, una con unos labios y otra con un oído, lo que les recuerda de quién es el turno para leer en voz alta a los compañeros y de quién es el turno para escuchar. Todas las mañanas diligencian un “plan de juegos” en unas formas en las que escriben o dibujan las descripciones del plan de cada día: Voy a manejar el tren; voy a llevar las muñecas a la playa. Y durante largas horas llevan a cabo “juegos dramáticos maduros”: amplios y complejos en escenarios con “simulaciones” que los diseñadores de Herramientas de la Mente creen que de manera natural enseñan a los niños cómo cumplir reglas y regular impulsos.
A medida que observaba a los niños del salón 140, inevitablemente me encontré pensando en Ellington, esa pequeña forma de vida que en nuestro aparta estudio de Manhattan, a treinta millas de distancia hacia el norte, se arrullaba, eructaba y gemía. Yo quiero que él tenga una vida feliz y exitosa, pero no sé, exactamente, qué quiero decir con eso o qué deberíamos estar haciendo mi esposa y yo para guiarlo hacia ella. No estaba solo en mi confusión. Ellington nació en un momento de particular ansiedad en la historia de la paternidad Norteamericana, ansiedad que se agudizó en ciudades como Nueva York, donde la competencia por un cupo, en cualquiera de los pre-escolares más apetecidos, se ha vuelto casi una lucha de gladiadores. Una pareja de economistas de la Universidad de California, recientemente equiparó este concurso nacional por el logro académico temprano con la Carrera de las ratas de tapete y cada año esa carrera parece no solo comenzar más temprano, sino ser más intensa. Dos años antes del nacimiento de Ellington, la cadena de centros de tutoría Kumon, abrió en la ciudad de Nueva York su primera franquicia para “caminadores” (juniors), en la que niños que solo tienen dos años ocupan sus mañanas llenando hojas de trabajo y completando pruebas en el reconocimiento de letras y números. “Los 3 años son un momento encantador”, dijo a un reportero del New York Times, el jefe financiero de Kumon. “Pero si ya no usan pañal y pueden sentarse y estarse quietos durante 15 minutos con un instructor de Kumon, los aceptamos”.
Ellington, crecerá en una cultura saturada por una idea que usted puede denominar la hipótesis cognitiva: la creencia común, pero raramente expresada en voz alta, de que hoy en día el éxito depende principalmente de las habilidades cognitivas; el tipo de inteligencia que miden las pruebas de IQ, incluyendo la habilidad para reconocer palabras y letras, para calcular, para descubrir patrones; y que la mejor manera de desarrollar esas habilidades es practicarlas tanto como sea posible, comenzando tan temprano como sea posible. Esta hipótesis cognitiva tiene una aceptación tan universal que es difícil creer que es una invención relativamente nueva. De hecho, se puede rastrear su origen a 1994, cuando la Corporación Carnegie, publicó: “Starting Points: Meeting the Needs of Our Youngest Children” (Puntos de partida: cómo atender las necesidades de nuestros niños más pequeños), reporte que prendió las alarmas sobre el desarrollo cognitivo de los niños norteamericanos. El problema, de acuerdo con el reporte, era que los niños no estaban recibiendo suficiente estimulación cognitiva en sus primeros tres años de vida. En parte, por el número creciente tanto de familias mono-parentales, como de madres trabajadoras, lo que ocasionaba que estuvieran llegando al pre-escolar sin preparación para aprender. El reporte dio inicio a toda una industria de productos para desarrollar el cerebro de “cero a tres”, para padres preocupados. Libros, gimnasios y videos de DVD sobre bebes Einstein, se vendieron por varios millones de dólares.
Los hallazgos del reporte Carnegie y los estudios que siguieron esa línea, tuvieron además un efecto poderoso en las políticas públicas, en la medida en que legisladores y filántropos concluyeron que los niños en situación de desventaja, de pobreza, se estaban quedando rezagados desde edades tempranas debido a la insuficiente preparación cognitiva que recibían. Psicólogos y sociólogos produjeron evidencias que relacionaban el mal desempeño académico de los niños con carencias económicas y con una falta de estimulación verbal y matemática, tanto en el hogar como en la escuela. Uno de los más famosos de esos estudios, del cual hablé en mi primer libro “Whatever It Takes”, lo realizaron los psicólogos infantiles Betty Hart y Todd R. Risley, que a principios de los años 80, estudiaron intensamente un grupo de cuarenta y dos niños, de la ciudad de Kansas, USA, hijos de profesionales, de empleados y de familias inscritas en programas para recibir subsidios. Ellos encontraron que la diferencia fundamental en la crianza de los niños y la razón para la diferencia en sus futuros logros, se reducía a una cosa: el número de palabras que los niños, en su edad temprana, habían escuchado de sus padres. A los tres años, determinaron Hart y Risley, los niños criados por padres profesionales han escuchado, dirigidas a ellos, treinta millones de palabras. Los niños cuyos padres reciben subsidios, solo han escuchado diez millones. Concluyeron ellos que en ese faltante, estaba la raíz de los fracasos posteriores de estos últimos niños, en la escuela y en la vida.
Hay algo que innegablemente conmueve en la hipótesis cognitiva. Porque el mundo que describe es tan perfecto, tan tranquilizadoramente lineal, es tan clara la situación de que el ingreso de información en una parte conduce a la generación de resultados en otra. Pocos libros en el hogar dan por resultado menor habilidad lectora; menos palabras que hablen los padres dan por resultado un menor vocabulario en los niños; más páginas de matemáticas en el Kumon para caminadores (juniors) dan como resultado mejores puntajes en matemáticas. A ratos las correlaciones parecen casi cómicas por su exactitud: Hart y Risley calcularon que un niño que creció en un hogar que recibía subsidios, requeriría exactamente cuarenta y una horas semanales de intervención intensiva en lenguaje para poder cerrar la brecha en vocabulario que comparativamente tenía con un hijo de la clase trabajadora.
Pero en la década pasada y en especial en los últimos años, un grupo dispar de economistas, educadores, psicólogos y neurocientíficos, han comenzado a producir evidencia que cuestiona muchas de las aseveraciones de la hipótesis cognitiva. Ellos dicen que lo que tiene más importancia en el desarrollo de un niño, no es la cantidad de información que en los primeros años podemos meter a la fuerza en su cerebro. Lo importante en cambio, es si seremos capaces de ayudarle a desarrollar un conjunto de cualidades muy diferentes, entre las que se incluyen la persistencia, el auto control, la curiosidad, el estado de conciencia, la determinación y la auto confianza. Los economistas se refieren a ellas como habilidades no cognitivas, los psicólogos las llaman rasgos de personalidad y el resto de nosotros a veces pensamos en ellas como el carácter.
Para ciertas habilidades, la afirmación que hace la hipótesis cognitiva, de que lo que importa en el desarrollo de una habilidad es comenzar temprano y practicar más, es enteramente válida. Si usted quiere perfeccionar su tiro libre, practicar doscientos tiros al arco cada tarde, por supuesto que va a ayudarle más que hacer veinte tiros. Si usted está en cuarto grado, leer cuarenta libros durante el verano va a mejorar más su habilidad en lectura que leer cuatro. Algunas habilidades son realmente muy mecánicas. Pero cuando se trata de desarrollar elementos más sutiles de la personalidad humana, las cosas no son tan simples. No nos volvemos mejores en superar la frustración simplemente trabajando en ella más duro y durante más horas. Y a los niños no les falta curiosidad simplemente porque no comenzaron a hacer pruebas de curiosidad a edad muy temprana. Las avenidas o vías mediante las cuales adquirimos y perdemos estas habilidades ciertamente no son fortuitas; psicólogos y neurocientíficos han aprendido mucho durante las últimas décadas sobre el origen de estas habilidades y su desarrollo, pero ellas son complejas, desconocidas y con frecuencia misteriosas.
Este libro desarrolla una idea, que cada vez es más clara y gana mayor importancia en aulas de clase, clínicas, laboratorios y conferencias, en todo el país y en el mundo. De acuerdo con esta nueva forma de pensar, el conocimiento convencional sobre el desarrollo infantil en las décadas pasadas recientes, ha estado mal orientado. Nos hemos enfocado en las habilidades y aptitudes equivocadas en nuestros niños y hemos usado las estrategias equivocadas para enseñarlas y fomentarlas. Quizá es prematuro llamar lo anterior una nueva escuela de pensamiento. En muchos casos los investigadores que están aumentando la evidencia en este nuevo acerbo de conocimiento, trabajan en solitario. Pero cada vez con mayor frecuencia, estos científicos y educadores se están encontrando y se están conectando a través de las fronteras de las disciplinas académicas. El argumento que están construyendo, tiene el potencial de cambiar la manera como educamos a nuestros niños, como manejamos nuestras Instituciones Educativas y como construimos nuestra red social de seguridad.
Si existe una persona que esté en el centro de este nuevo trabajo interdisciplinario, es el economista de la Universidad de Chicago, James Heckman. Aparentemente parecería ser una figura poco apropiada para liderar el reto a la supremacía de las habilidades cognitivas pues es un clásico intelectual académico, con anteojos gruesos, con un IQ estratosférico y con el bolsillo de su camisa lleno de lápices mecánicos. Hijo de un administrador de nivel medio de una compañía empacadora de carne, creció en Chicago en los años 1940 y 1950. Ninguno de sus padres recibió educación universitaria, pero ambos reconocieron muy temprano que su hijo tenía una mente precoz. A la edad de ocho años; Heckman devoró la copia que tenía su padre del popular libro de auto ayuda “30 días para lograr un vocabulario más poderoso” (30 Days to a More Powerful Vocabulary), y a los nueve años ahorró y ordenó “Matemáticas para un hombre práctico” (Mathematics for the Practical Man) cuya oferta encontró en la contraportada de un cuaderno de historietas. Heckman resultó ser un “natural” para las matemáticas, que se sentía más cómodo con las ecuaciones que con cualquier otra persona o cosa. En la adolescencia, por diversión, adquirió el hábito de tomar números muy grandes y dividirlos mentalmente en números primos que conformaban sus factores mínimos, lo que llaman los matemáticos descomponer un número en factores primos. Me contó que a los dieciséis años, cuando recibió por correo su número de tarjeta de seguridad social, lo primero que hizo fue descomponerlo en factores primos.
Heckman se convirtió en profesor de economía primero en la Universidad de Columbia y luego en la de Chicago y en el 2000 ganó el Premio Nobel de Economía por un complejo método estadístico que había inventado en los años 70. Entre los economistas, Heckman es reconocido por sus habilidades en econometría, un tipo particularmente arcano de análisis estadístico por lo general incomprensible para cualquiera que no sea econometrista. Asistí a varias clases de Heckman en la escuela de graduados en las que hice mi mejor esfuerzo para comprenderlas. Para una persona corriente como yo, eran casi imposibles de seguir, llenas de ecuaciones sorprendentes y frases como funciones de Leontief generalizadas (generalized Leontief function) y substitución de elasticidad de Hicks-Slutsky (Hicks-Slutsky substitution elasticity) que lo único que me producían eran ganas de poner mi cabeza en mi mesa y cerrar los ojos.
Aunque las técnicas de Heckman parezcan impenetrables, los temas en que él ha escogido enfocarse no tienen nada de oscuros. En los años transcurridos desde que ganó el Nobel, él ha utilizado la influencia y el prestigio que ese honor le ha conferido no para fortalecer su reputación dentro de su campo sino para expandir sus indagaciones e influencia en áreas de estudio nuevas de las que previamente él sabía poco o nada, incluyendo en éstas la psicología de la personalidad, medicina y genética (en el momento tiene en las repisas repletas de libros de su oficina una copia de “Genética para dummies” que reposa entre dos textos gruesos de historia de la economía. Desde el 2008 Heckman, ha llevado a cabo de forma regular, conferencias a las que se asiste solo por invitación y a las que por lo general asisten economistas y psicólogos que de una manera u otra están interesados en la misma pregunta: ¿Qué habilidades y rasgos conducen al éxito? ¿Cómo se desarrollan estas en la niñez? y ¿Qué tipo de intervenciones podrían ayudar a que los niños estuvieran mejor?
Heckman supervisa un grupo de dos docenas o más de estudiantes graduados, la mayoría de ellos nacidos fuera de los Estados Unidos, además de investigadores que se ubican en un par de edificios del campus de la universidad de Chicago; ellos medio en broma se refieren a su tribu como la tierra de Heckman (Heckmanland). El grupo está trabajando siempre en varios proyectos a la vez y cuando Heckman habla de su trabajo, brinca de un tema a otro, con la misma pasión por el estudio de monos que adelantan en Maryland, el de gemelos (mellizos) en China y el trabajo colaborativo que sobre la verdadera naturaleza de la virtud está haciendo con un filósofo cuya oficina está más abajo en el corredor. (En una conversación con él le pedía que me explicara de qué manera encajaban esos varios hilos de investigación. Más tarde cuando su asistente me acompañaba a la salida, me comentó “si usted encuentra esa respuesta, déjenosla saber”).
El vuelco en la carrera de Heckman tiene sus raíces en un estudio que acometió a finales de los años 90 en el Programa General de Desarrollo Educativo (GED, por su sigla en inglés), que en ese momento se había vuelto cada vez más popular para que los estudiantes que desertaban en secundaria pudieran obtener el equivalente a un diploma de bachiller. Muchas personas lo veían como una herramienta que nivelaba los requerimientos académicos, ofreciendo a los estudiantes de bajos recursos y de minorías, con mayores posibilidades de desertar del bachillerato, una ruta alternativa para ingresar a la educación superior.
El desarrollo del GED se basaba en una versión de la hipótesis cognitiva: la creencia de que lo que desarrollaban las escuelas y certifica el grado de bachiller, es la habilidad cognitiva. Si un adolescente tiene ya el conocimiento y la inteligencia para graduarse de secundaria, no necesita perder su tiempo terminándola. Puede simplemente tomar una prueba que mide ese conocimiento y esas habilidades y el estado certificará que él, legalmente, es un bachiller y que está tan bien preparado como cualquier otro de los graduados de secundaria para ingresar a la educación terciaria, cualquiera que ella sea. Sin duda es una noción atractiva, especialmente para los jóvenes que rechazan el bachillerato, por lo que desde su inicio, en los años 50, el programa se ha expandido rápidamente. En su punto más alto, en el 2001, más de un millón de jóvenes tomaron la prueba y casi uno de cada cinco nuevos “bachilleres” fue producto de un GED; actualmente la proporción es uno de cada siete.
Heckman quería examinar más de cerca la idea de que los jóvenes con GED estaban tan bien preparados para sus futuras actividades académicas como los graduados de la secundaria regular. Analizó algunas de las enormes bases de datos nacionales y encontró que de muchas e importantes maneras, esa premisa era enteramente válida. De acuerdo con los puntajes en las pruebas de logros, que se correlacionan de cerca con el IQ, los beneficiarios del GED eran tan inteligentes como los bachilleres graduados. Pero cuando observó su recorrido por la educación terciaria, descubrió que los que recibieron el GED no se parecían en nada a los graduados de secundaria. Él encontró que a los 22 años, solo el 3% de estos beneficiarios GED estaban enrolados en carreras universitarias de cuatro años o habían completado algún tipo de educación post secundaria, en comparación con el 46% de los graduados de secundaria. De hecho, Heckman descubrió que si se consideraban todo tipo de futuros resultados importantes, tales como ingreso anual, tasa de desempleo, tasa de divorcio, uso de drogas ilegales, los beneficiarios GED eran muy similares a los desertores de la secundaria, a pesar de que habían ganado ésta valiosa credencial extra y a pesar también del hecho, de que ellos son, en promedio, considerablemente más inteligentes que los graduados de secundaria.
Desde el punto de vista de las políticas, este era un hallazgo útil aunque deprimente: Al parecer, a largo plazo, como forma para mejorar la vida de las personas, el GED, esencialmente, no tenía ningún valor. Si algo, más bien tenía era un efecto general negativo pues podía inducir a los jóvenes a desertar de la secundaria. Pero para Heckman, los resultados evidenciaban también un desconcertante rompecabezas intelectual. Como la mayoría de los economistas, Heckman creía que la habilidad cognitiva era el principal y más confiable determinante de qué tan bien le iría en la vida a una persona. Descubría ahora un grupo de beneficiarios del GED, cuyos buenos resultados en las pruebas no parecían tener ningún efecto positivo en sus vidas.
Lo que le faltaba a esa ecuación, concluyó Heckman, eran los rasgos psicológicos que les habían permitido a los graduados de secundaria (bachillerato) recorrer el camino para graduarse. Esos rasgos, una inclinación a persistir en una tarea a pesar de que esta sea aburrida y a veces poco gratificante; la habilidad para posponer la gratificación; la tendencia de seguir un plan trazado, resultaron valiosas también, en la educación terciaria, en el trabajo y en la vida en general. Como lo explicó Heckman en un documento: “De manera accidental, el GED se había convertido en una prueba que separaba a los desertores escolares brillantes pero no persistentes e indisciplinados, de los otros desertores”. Los beneficiarios del GED, escribió, “son personas inteligentes que carecen de la habilidad para pensar en el futro, persistir en las tareas o adaptarse a sus entornos”.
Lo que no le dio el estudio GED a Heckman fue alguna indicación de si era posible ayudar a los niños a desarrollar las llamadas habilidades blandas. La búsqueda de una respuesta a esa pregunta lo condujo, casi una década más tarde a Ypsilanti, Michigan, antigua ciudad industrial al oeste de Detroit. A mediados de los años 60, en los años iniciales de la “Lucha Contra la Pobreza”, un grupo de psicólogos infantiles y de investigadores en educación llevaron a cabo allá un experimento. Para este reclutaron padres de familia de los barrios negros que tenían bajos ingresos y bajo IQ y los alentaron a que inscribieran a sus hijos de tres y cuatro años en el preescolar Perry. Los niños reclutados se dividieron al azahar entre un grupo que recibiría tratamiento y un grupo de control. Los niños del primer grupo fueron admitidos en Perry, un programa de preescolar de dos años y de alta calidad; los niños del grupo de control fueron dejados para que se defendieran por sí mismos. Luego se les hizo seguimiento a todos y no solo por uno o dos años, sino por décadas, en un estudio longitudinal que pretende hacerles seguimiento por el resto de sus vidas. Los participantes están ahora en sus cuarentas, lo que quiere decir que los investigadores han podido hacer seguimiento a los efectos de la intervención en Perry, hasta muy entrada la vida adulta.
El proyecto del preescolar Perry es famoso en los círculos de las ciencias sociales y Heckman se había encontrado varias veces con él en el curso de su carrera y le había dado vistazos rápidos. Como caso de estudio para hacer intervención en edad temprana, el experimento siempre se ha considerado como un medio fracaso. El tratamiento que recibieron los niños ayudo a obtener mejoras significativas en las pruebas cognitivas mientras cursaban preescolar y uno o dos años después; pero esas ganancias no perduraron y para el momento en que los niños estaban en tercer grado sus puntajes de IQ no eran mejores que los del grupo de control. Pero cuando Heckman y otros investigadores estudiaron los resultados de largo plazo de Perry, los datos fueron más promisorios. Era cierto que los niños participantes en el proyecto Perry no obtuvieron beneficios en su IQ a largo plazo. Pero algo importante les había pasado en el preescolar y fuera lo que fuera, su efecto positivo resonó por décadas. Comparados con el grupo de control, los estudiantes de Perry tuvieron más posibilidades de graduarse del colegio, mayores posibilidades de emplearse a la edad de 27 años, mayor posibilidad de ganar sueldos de veinticinco mil dólares anuales a los cuarenta años y casi ninguna posibilidad de o de haber sido arrestados o de depender de subsidios.
Heckman comenzó a profundizar más en el estudio Perry y descubrió que en los años 60 y 70, los investigadores habían colectado algunos datos que jamás habían sido analizados: reportes de docentes de primaria en los que se daba un puntaje tanto a los niños que habían recibido tratamiento y los que no lo habían recibido en temas como “comportamiento personal” y “desarrollo social”. El primer tema hacía seguimiento de la frecuencia con la que los estudiantes maldecían, mentían, robaban, se ausentaban o llegaban tarde; en el segundo, se valoraba el nivel de curiosidad de cada estudiante así como su relación con compañeros y maestros. Heckman etiquetó estas habilidades como no cognitivas pues eran completamente diferentes del IQ; y, tras un cuidadoso análisis de tres años, él y sus investigadores pudieron aseverar que esos factores no cognitivos, tales como curiosidad, autocontrol y facilidad para la interacción social, eran responsables de casi las dos terceras partes del beneficio que Perry les daba a sus estudiantes.
En otras palabras, el proyecto Perry funcionó de manera totalmente diferente a lo que las personas habían creído. Los bondadosos educadores que lo pusieron en marcha en los sesenta, pensaban que estaban creando un programa para acrecentar la inteligencia de los niños de bajos recursos; ellos y los demás, creyeron que esa era la manera de ayudar a estos niños a salir adelante en los Estados Unidos. La primera sorpresa fue que crearon un programa que en el largo plazo no les ayudó mucho con el IQ pero que si mejoró, tanto el comportamiento, como las habilidades sociales. La segunda sorpresa fue que para los niños en Ypsilanti, esas habilidades y los rasgos subyacentes que estas reflejan, resultaron ser realmente muy valiosos.
Durante el tiempo que me tomó escribir este libro, dedique un período considerable a discutir sobre el tema de éxito y habilidades con una variedad de economistas, psicólogos y neurocientíficos, muchos de ellos vinculados con James Heckman por uno o dos grados de separación. Pero lo que verdaderamente consolidó para mí su investigación, la que le dio vida y significado, fue un tipo de reporte muy diferente, que simultáneamente estaba realizando, en colegios públicos, clínicas pediátricas y restaurantes de comida rápida, en el cuál estaba hablando con jóvenes cuyas vidas personificaban e ilustraban, de una u otra manera, la compleja pregunta de qué niños son exitosos y cómo llegan a serlo.
Tomemos el caso de Take Kewauna Lerma. Cuando la conocí en el invierno del 2010, vivía en el lado sur de Chicago, casualmente no muy lejos del campus de la universidad de Chicago, donde Heckman pasaba sus días. Kewauna nació en el lado sur de la ciudad y en la pobreza, hace diecisiete años. La segunda hija de una mamá que tuvo a su hija mayor, cuando todavía era una adolescente. Tuvo una niñez ruda e inestable. Cuando aún era una bebé su mamá se mudó a Mississippi, luego a Minnesota, y luego nuevamente a Chicago, mientras pasaba de una relación a otra y se metía o no en problemas. Cuando las cosas estaban mal, la familia pasaba períodos de tiempo en refugios o saltando entre sofás de amigos. A veces la abuela de Kewauna se hacía cargo de los niños por un tiempo y dejaba que su mamá tratara de manejar su vida como quisiera.
La primera vez que hablé con ella, sentados en un café del vecindario de Kenwood con las ventanas empañadas y en la mitad de un crudo invierno, me dijo que realmente nunca había tenido una verdadera familia. Kewauna tiene la piel oscura, ojos grandes y amables y se inclinaba hacia delante calentando sus manos en la cubierta de caucho de una taza de chocolate caliente. “Yo estaba dispersa, regada por todas partes, sin padre, con mi abuela algunas veces. Estaba muy confundida. Drogada”. Al crecer Kewauna dijo que ella odiaba el colegio. Nunca aprendió a leer bien y en la escuela primaria, cada año se retrasaba más, metiéndose en problemas, faltando a clase y contestándole a los profesores. Cuando estaba en sexto grado, viviendo en las afueras de Minneapolis, a mediados del año tenía setenta y dos llamados de atención por mala conducta y por ese motivo la pasaron a la clase más atrasada. También eso lo odió. Pocas semanas antes de terminar el año escolar la expulsaron del colegio a causa de una pelea.
Cuando conocí a Kewauna, llevaba varios años haciendo reportes sobre los niños que crecían en la pobreza y ya había oído muchas historias como la suya. Cada familia infeliz lo es a su manera, pero en las familias que permanecen atrapadas en la pobreza durante generaciones, los patrones pueden volverse deprimentemente familiares, un ciclo permanente de padres ausentes o descuidados, colegios disfuncionales y malas decisiones. Sabía cómo terminaban por lo general situaciones como las de Kewauna, muchachas con historias como las de ella, a pesar de sus buenas intenciones, por lo general desertaban del colegio en secundaria. Quedaban embarazadas cuando todavía eran adolescentes. Luego luchaban solas por levantar a su familia y poco después, sus propios hijos recorrían la misma pendiente hacia el fracaso.
Pero de alguna manera, a lo largo de ese camino, la vida de Kewauna tomó un giro diferente. Poco antes de terminara grado 9°, pocas semanas después de que la arrestaran por primera vez por discutir con un oficial de policía, su madre le dijo que quería hablar con ella. Kewauna supo que se trataba de algo serio porque su bisabuela, el único miembro de su familia que ella respetaba, también estaba allí. Las dos mujeres se sentaron con ella y su madre le dijo una de las frases más duras que una madre puede decir: “no quiero que termines como yo”. Las tres hablaron durante horas, discutiendo el pasado y el futuro y, escarbando secretos guardados durante mucho tiempo. La madre de Kewauna le dijo reconocer el camino que ella estaba recorriendo; también a ella la habían expulsado del colegio siendo una adolescente y también la habían arrestado por discutir con la policía. Pero su madre le dijo que el siguiente capítulo de su vida podría ser diferente. Contrariamente a lo que ella había hecho, Kewauna podía evitar embarazos indeseados, ir a la universidad y hacer una carrera.
Casi durante toda la conversación, su madre había llorado, pero ella no derramó una sola lágrima, solo escuchó. No estaba segura de qué pensar. No sabía si podía cambiar y tampoco sabía si quería hacerlo. Pero cuando regreso al colegio comenzó a poner más atención en las clases. En grado 9°, ella se había unido a un grupo complicado, en el que había pandillas de muchachas y muchachos que usaban drogas y en el que todos faltaban al colegio. Se alejó de esos amigos, estuvo más tiempo sola, hizo las tareas y comenzó a pensar en su futuro. Al final de ese año, su promedio de notas era un miserable 1.8. Pero a mediados del año siguiente, había subido a 3.4. Ese febrero su profesora de inglés la animó para que aplicara a un programa de tres años preparatorio para la universidad, que recientemente había comenzado en el colegio. Aplicó y la aceptaron y el apoyo que le dio el programa la llevó a estudiar mucho más. Cuando la conocí, estaba en la mitad de grado 11°, su promedio de notas estaba en 4.2 y estaba preocupada por la universidad a la que iba a aplicar.
¿Qué había pasado? Si ustedes hubieran conocido a Kewauna el primer día de su grado 10°, les hubiera excusado que pensaran que ella no tenía ninguna posibilidad de tener éxito. Su destino parecía sellado. Pero algo cambió en ella. ¿Fue todo producto de esa sombría conversación con su madre? ¿Fue la influencia positiva de su bisabuela? ¿La intervención de la maestra de inglés? o ¿había algo más profundo en su propio carácter que la inclinó hacia la idea del trabajar duro y tener éxito, a pesar de todos los obstáculos que había enfrentado y de los errores que había cometido?
¿De qué manera nuestras experiencias infantiles nos convierten en los adultos que somos? Esa es una de las grandes preguntas de la humanidad, tema de innumerables novelas, biografías y memorias; el tema de varios siglos de tratados de filosofía y de psicología. Este proceso, la experiencia de crecer, puede a ratos parecer predecible casi mecánica y otras veces ser arbitraria y caprichosa. Todos hemos encontrado hombres y mujeres adultos que parecen estar atrapados en un destino signado por su infancia y también hemos conocido personas que parecen haber trascendido, casi milagrosamente, sus difíciles comienzos.
Sin embargo, hasta hace muy poco, nunca había habido un intento serio de usar las herramientas de la ciencia para adentrarse en los misterios de la niñez, para trazar mediante experimentos y análisis, cómo las experiencias de nuestros primero años se conectan con los resultados que obtenemos en la edad adulta. Esto está cambiando con los esfuerzos de esta nueva generación de investigadores. El postulado tras su trabajo es simple pero radical: No hemos logrado resolver estos problemas porque hemos estado buscando soluciones en los lugares equivocados. Si queremos mejorar las posibilidades de los niños en general y de los niños carentes de recursos en particular, tenemos que hacer una nueva aproximación a la infancia, comenzar por unas preguntas fundamentales de ¿Cómo los padres afectan a sus hijos? ¿Cómo se desarrollan las habilidades humanas? ¿Cómo se forma el carácter?
El meollo de este libro es sobre una campaña ambiciosa y de muy amplio alcance que pretende resolver algunos de los misterios más profundos de la vida: ¿Quién tiene éxito y quién fracasa? ¿Por qué algunos niños progresan mientras otros extravían su camino? y ¿Qué podemos hacer cualquiera de nosotros para guiar a un niño o a toda una generación de niños, para que se alejen del fracaso y se dirijan hacia el éxito?
Traducción al español realizada por Eduteka de la introducción del libro “How Children Succeed” escrito por Paul Tough. Eduteka recomienda ampliamente a sus lectores/usuarios comprar y leer este libro. Se puede adquirir en línea a través de Amazon, Barnes & Noble, Indie Bound, Powells o iTunes.
Paul Tough es un reconocido y exitoso redactor de la revista New York Times y uno de los escritores más destacados de los Estados Unidos sobre desarrollo infantil, pobreza, educación y política. Es autor del libro “Whatever It Takes” (Cueste lo que cueste), un reportaje inspirador acerca de personas extraordinarias que luchan en Harlem para mejorar sus vidas en medio de grandes dificultades.
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Publicación de este documento en EDUTEKA: Marzo 01 de 2014.
Última modificación de este documento: Marzo 01 de 2014.
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CÓMO ALCANZAN EL ÉXITO LOS NIÑOS
Determinación, curiosidad y el oculto poder del carácter PAUL TOUGH
Uno de los propósitos fundamentales de la educación actual es la formación integral del ser humano. Sin embargo, muchas Instituciones Educativas que dicen promover la formación integral, en la práctica se enfocan casi exclusivamente en el desarrollo de la dimensión cognitiva de sus estudiantes. Este libro, fundamentado en investigaciones, aboga porque durante el proceso educativo se de mayor peso al desarrollo de las habilidades “blandas” o no cognitivas, pues son estas, las que en últimas, dan a los estudiantes las herramientas para vencer obstáculos, perseverar y alcanzar el éxito a largo plazo en los campos personal y laboral. Paul Tough, reconocido periodista del New York Times, indaga por qué algunos niños tienen éxito mientras que otros fracasan y encuentra que las cualidades que más importan a largo plazo para tener éxito en la vida tienen que ver más con el desarrollo del carácter que de la inteligencia. Por lo tanto, desarrollar habilidades como perseverancia, curiosidad, conciencia, optimismo y autocontrol es tan importante como aprender matemáticas, ciencias y lenguaje.
Este libro provocador y profundamente esperanzador tiene el potencial para cambiar la forma de criar y educar a los niños. De hecho, se ha convertido en el libro de cabecera de muchos directivos y docentes pertenecientes a Instituciones Educativas de vanguardia. Por sus planteamientos tan bien argumentados y sustentados, recomendamos ampliamente a todos nuestros usuarios su lectura. Con el fin de darles un “abrebocas” del contenido de este “bestseller”, hemos traducido al español la introducción. El libro que se puede adquirir en línea en Amazon, Barnes & Noble, Indie Bound, Powells o iTunes.
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En el verano del 2009, un par de semanas después del nacimiento de mi hijo Elliot, en una pequeña ciudad de New Jersey (USA), pasé un día en un aula de pre-escolar. Los dos eventos no estaban relacionados, pues mi visita al salón 140 de la escuela de primaria “Red Bank” no tenía por objeto valorar, desde la perspectiva de mi nueva paternidad, el alcance de la clase sino para tratar de entenderla como periodista. A primera vista, el aula parecía muy común y corriente. Las paredes de concreto estaban pintadas con un tono alegre de amarillo y la bandera norteamericana se desplegaba cerca al tablero. En todo el salón, niños de 4 años realizaban gozosos, actividades propias de los niños de pre-escolar: construían torres con Lego, manejaban camiones por entre mesas con arena y unían piezas de rompecabezas. Pero a medida que el día progresaba me di cuenta que lo que sucedía en el salón 140, de maneras tanto evidentes, como sutiles, estaba lejos de ser corriente. Comenzando porque llamaba la atención la calma y orden de los niños. No hubo lágrimas ese día, ni deseos de llamar la atención, ni pataletas, ni peleas. Curiosamente la maestra, una joven de pelo oscuro llamada Señorita Leonardo, no parecía esforzarse por mantener el orden y ni siquiera para guiar la conducta de los niños de manera explícita. No hubo recriminaciones, ni estrellas doradas, ni castigos, ni frases como “¡me gusta la forma como Kelliane está poniendo atención!” Sorprendente, ni premios por el buen comportamiento, ni castigos por el malo.
Los estudiantes del salón 140 estaban enrolados en un programa llamado Herramientas de la Mente, un currículo relativamente nuevo, para jardín maternal y pre-escolar, creado por dos educadores de Denver, basado en una teoría poco ortodoxa del desarrollo de los niños. En los Estados Unidos la mayoría de las clases para edad temprana están diseñadas para desarrollar en los niños un conjunto de habilidades académicas específicas, la mayoría de ellas relacionadas con comprender textos y manipular números. En contraste, Herramientas de la Mente, no se enfoca mucho en lectura o habilidades matemáticas. En cambio, todas sus intervenciones tienen por objeto ayudar a los niños a desarrollar un tipo diferente de habilidad: controlar sus impulsos, mantenerse enfocados en la tarea que están haciendo, evitar distracciones y trampas mentales, manejar sus emociones, organizar sus pensamientos. Los fundadores de Herramientas de la Mente, creen que estas habilidades, las cuales agrupan ellos bajo el común denominador de “auto control”, contribuirán más a que los estudiantes alcancen resultados positivos en grado primero y en los grados subsiguientes, que las habilidades pre académicas.
A los estudiantes que trabajan con Herramientas de la Mente se les enseñan una variedad de estrategias, trucos y hábitos que pueden desplegar para mantener sus mentes enfocadas. Aprenden a usar un “discurso privado”: hablar con ellos mismos a medida que realizan una tarea difícil (como, escribir la letra W), lo que les ayuda a recordar cuál es el paso siguiente (abajo, arriba, abajo, arriba). Usan “mediadores”: objetos físicos que les recuerdan cómo completar una actividad particular (por ejemplo, dos cartas, una con unos labios y otra con un oído, lo que les recuerda de quién es el turno para leer en voz alta a los compañeros y de quién es el turno para escuchar. Todas las mañanas diligencian un “plan de juegos” en unas formas en las que escriben o dibujan las descripciones del plan de cada día: Voy a manejar el tren; voy a llevar las muñecas a la playa. Y durante largas horas llevan a cabo “juegos dramáticos maduros”: amplios y complejos en escenarios con “simulaciones” que los diseñadores de Herramientas de la Mente creen que de manera natural enseñan a los niños cómo cumplir reglas y regular impulsos.
A medida que observaba a los niños del salón 140, inevitablemente me encontré pensando en Ellington, esa pequeña forma de vida que en nuestro aparta estudio de Manhattan, a treinta millas de distancia hacia el norte, se arrullaba, eructaba y gemía. Yo quiero que él tenga una vida feliz y exitosa, pero no sé, exactamente, qué quiero decir con eso o qué deberíamos estar haciendo mi esposa y yo para guiarlo hacia ella. No estaba solo en mi confusión. Ellington nació en un momento de particular ansiedad en la historia de la paternidad Norteamericana, ansiedad que se agudizó en ciudades como Nueva York, donde la competencia por un cupo, en cualquiera de los pre-escolares más apetecidos, se ha vuelto casi una lucha de gladiadores. Una pareja de economistas de la Universidad de California, recientemente equiparó este concurso nacional por el logro académico temprano con la Carrera de las ratas de tapete y cada año esa carrera parece no solo comenzar más temprano, sino ser más intensa. Dos años antes del nacimiento de Ellington, la cadena de centros de tutoría Kumon, abrió en la ciudad de Nueva York su primera franquicia para “caminadores” (juniors), en la que niños que solo tienen dos años ocupan sus mañanas llenando hojas de trabajo y completando pruebas en el reconocimiento de letras y números. “Los 3 años son un momento encantador”, dijo a un reportero del New York Times, el jefe financiero de Kumon. “Pero si ya no usan pañal y pueden sentarse y estarse quietos durante 15 minutos con un instructor de Kumon, los aceptamos”.
Ellington, crecerá en una cultura saturada por una idea que usted puede denominar la hipótesis cognitiva: la creencia común, pero raramente expresada en voz alta, de que hoy en día el éxito depende principalmente de las habilidades cognitivas; el tipo de inteligencia que miden las pruebas de IQ, incluyendo la habilidad para reconocer palabras y letras, para calcular, para descubrir patrones; y que la mejor manera de desarrollar esas habilidades es practicarlas tanto como sea posible, comenzando tan temprano como sea posible. Esta hipótesis cognitiva tiene una aceptación tan universal que es difícil creer que es una invención relativamente nueva. De hecho, se puede rastrear su origen a 1994, cuando la Corporación Carnegie, publicó: “Starting Points: Meeting the Needs of Our Youngest Children” (Puntos de partida: cómo atender las necesidades de nuestros niños más pequeños), reporte que prendió las alarmas sobre el desarrollo cognitivo de los niños norteamericanos. El problema, de acuerdo con el reporte, era que los niños no estaban recibiendo suficiente estimulación cognitiva en sus primeros tres años de vida. En parte, por el número creciente tanto de familias mono-parentales, como de madres trabajadoras, lo que ocasionaba que estuvieran llegando al pre-escolar sin preparación para aprender. El reporte dio inicio a toda una industria de productos para desarrollar el cerebro de “cero a tres”, para padres preocupados. Libros, gimnasios y videos de DVD sobre bebes Einstein, se vendieron por varios millones de dólares.
Los hallazgos del reporte Carnegie y los estudios que siguieron esa línea, tuvieron además un efecto poderoso en las políticas públicas, en la medida en que legisladores y filántropos concluyeron que los niños en situación de desventaja, de pobreza, se estaban quedando rezagados desde edades tempranas debido a la insuficiente preparación cognitiva que recibían. Psicólogos y sociólogos produjeron evidencias que relacionaban el mal desempeño académico de los niños con carencias económicas y con una falta de estimulación verbal y matemática, tanto en el hogar como en la escuela. Uno de los más famosos de esos estudios, del cual hablé en mi primer libro “Whatever It Takes”, lo realizaron los psicólogos infantiles Betty Hart y Todd R. Risley, que a principios de los años 80, estudiaron intensamente un grupo de cuarenta y dos niños, de la ciudad de Kansas, USA, hijos de profesionales, de empleados y de familias inscritas en programas para recibir subsidios. Ellos encontraron que la diferencia fundamental en la crianza de los niños y la razón para la diferencia en sus futuros logros, se reducía a una cosa: el número de palabras que los niños, en su edad temprana, habían escuchado de sus padres. A los tres años, determinaron Hart y Risley, los niños criados por padres profesionales han escuchado, dirigidas a ellos, treinta millones de palabras. Los niños cuyos padres reciben subsidios, solo han escuchado diez millones. Concluyeron ellos que en ese faltante, estaba la raíz de los fracasos posteriores de estos últimos niños, en la escuela y en la vida.
Hay algo que innegablemente conmueve en la hipótesis cognitiva. Porque el mundo que describe es tan perfecto, tan tranquilizadoramente lineal, es tan clara la situación de que el ingreso de información en una parte conduce a la generación de resultados en otra. Pocos libros en el hogar dan por resultado menor habilidad lectora; menos palabras que hablen los padres dan por resultado un menor vocabulario en los niños; más páginas de matemáticas en el Kumon para caminadores (juniors) dan como resultado mejores puntajes en matemáticas. A ratos las correlaciones parecen casi cómicas por su exactitud: Hart y Risley calcularon que un niño que creció en un hogar que recibía subsidios, requeriría exactamente cuarenta y una horas semanales de intervención intensiva en lenguaje para poder cerrar la brecha en vocabulario que comparativamente tenía con un hijo de la clase trabajadora.
Pero en la década pasada y en especial en los últimos años, un grupo dispar de economistas, educadores, psicólogos y neurocientíficos, han comenzado a producir evidencia que cuestiona muchas de las aseveraciones de la hipótesis cognitiva. Ellos dicen que lo que tiene más importancia en el desarrollo de un niño, no es la cantidad de información que en los primeros años podemos meter a la fuerza en su cerebro. Lo importante en cambio, es si seremos capaces de ayudarle a desarrollar un conjunto de cualidades muy diferentes, entre las que se incluyen la persistencia, el auto control, la curiosidad, el estado de conciencia, la determinación y la auto confianza. Los economistas se refieren a ellas como habilidades no cognitivas, los psicólogos las llaman rasgos de personalidad y el resto de nosotros a veces pensamos en ellas como el carácter.
Para ciertas habilidades, la afirmación que hace la hipótesis cognitiva, de que lo que importa en el desarrollo de una habilidad es comenzar temprano y practicar más, es enteramente válida. Si usted quiere perfeccionar su tiro libre, practicar doscientos tiros al arco cada tarde, por supuesto que va a ayudarle más que hacer veinte tiros. Si usted está en cuarto grado, leer cuarenta libros durante el verano va a mejorar más su habilidad en lectura que leer cuatro. Algunas habilidades son realmente muy mecánicas. Pero cuando se trata de desarrollar elementos más sutiles de la personalidad humana, las cosas no son tan simples. No nos volvemos mejores en superar la frustración simplemente trabajando en ella más duro y durante más horas. Y a los niños no les falta curiosidad simplemente porque no comenzaron a hacer pruebas de curiosidad a edad muy temprana. Las avenidas o vías mediante las cuales adquirimos y perdemos estas habilidades ciertamente no son fortuitas; psicólogos y neurocientíficos han aprendido mucho durante las últimas décadas sobre el origen de estas habilidades y su desarrollo, pero ellas son complejas, desconocidas y con frecuencia misteriosas.
Este libro desarrolla una idea, que cada vez es más clara y gana mayor importancia en aulas de clase, clínicas, laboratorios y conferencias, en todo el país y en el mundo. De acuerdo con esta nueva forma de pensar, el conocimiento convencional sobre el desarrollo infantil en las décadas pasadas recientes, ha estado mal orientado. Nos hemos enfocado en las habilidades y aptitudes equivocadas en nuestros niños y hemos usado las estrategias equivocadas para enseñarlas y fomentarlas. Quizá es prematuro llamar lo anterior una nueva escuela de pensamiento. En muchos casos los investigadores que están aumentando la evidencia en este nuevo acerbo de conocimiento, trabajan en solitario. Pero cada vez con mayor frecuencia, estos científicos y educadores se están encontrando y se están conectando a través de las fronteras de las disciplinas académicas. El argumento que están construyendo, tiene el potencial de cambiar la manera como educamos a nuestros niños, como manejamos nuestras Instituciones Educativas y como construimos nuestra red social de seguridad.
Si existe una persona que esté en el centro de este nuevo trabajo interdisciplinario, es el economista de la Universidad de Chicago, James Heckman. Aparentemente parecería ser una figura poco apropiada para liderar el reto a la supremacía de las habilidades cognitivas pues es un clásico intelectual académico, con anteojos gruesos, con un IQ estratosférico y con el bolsillo de su camisa lleno de lápices mecánicos. Hijo de un administrador de nivel medio de una compañía empacadora de carne, creció en Chicago en los años 1940 y 1950. Ninguno de sus padres recibió educación universitaria, pero ambos reconocieron muy temprano que su hijo tenía una mente precoz. A la edad de ocho años; Heckman devoró la copia que tenía su padre del popular libro de auto ayuda “30 días para lograr un vocabulario más poderoso” (30 Days to a More Powerful Vocabulary), y a los nueve años ahorró y ordenó “Matemáticas para un hombre práctico” (Mathematics for the Practical Man) cuya oferta encontró en la contraportada de un cuaderno de historietas. Heckman resultó ser un “natural” para las matemáticas, que se sentía más cómodo con las ecuaciones que con cualquier otra persona o cosa. En la adolescencia, por diversión, adquirió el hábito de tomar números muy grandes y dividirlos mentalmente en números primos que conformaban sus factores mínimos, lo que llaman los matemáticos descomponer un número en factores primos. Me contó que a los dieciséis años, cuando recibió por correo su número de tarjeta de seguridad social, lo primero que hizo fue descomponerlo en factores primos.
Heckman se convirtió en profesor de economía primero en la Universidad de Columbia y luego en la de Chicago y en el 2000 ganó el Premio Nobel de Economía por un complejo método estadístico que había inventado en los años 70. Entre los economistas, Heckman es reconocido por sus habilidades en econometría, un tipo particularmente arcano de análisis estadístico por lo general incomprensible para cualquiera que no sea econometrista. Asistí a varias clases de Heckman en la escuela de graduados en las que hice mi mejor esfuerzo para comprenderlas. Para una persona corriente como yo, eran casi imposibles de seguir, llenas de ecuaciones sorprendentes y frases como funciones de Leontief generalizadas (generalized Leontief function) y substitución de elasticidad de Hicks-Slutsky (Hicks-Slutsky substitution elasticity) que lo único que me producían eran ganas de poner mi cabeza en mi mesa y cerrar los ojos.
Aunque las técnicas de Heckman parezcan impenetrables, los temas en que él ha escogido enfocarse no tienen nada de oscuros. En los años transcurridos desde que ganó el Nobel, él ha utilizado la influencia y el prestigio que ese honor le ha conferido no para fortalecer su reputación dentro de su campo sino para expandir sus indagaciones e influencia en áreas de estudio nuevas de las que previamente él sabía poco o nada, incluyendo en éstas la psicología de la personalidad, medicina y genética (en el momento tiene en las repisas repletas de libros de su oficina una copia de “Genética para dummies” que reposa entre dos textos gruesos de historia de la economía. Desde el 2008 Heckman, ha llevado a cabo de forma regular, conferencias a las que se asiste solo por invitación y a las que por lo general asisten economistas y psicólogos que de una manera u otra están interesados en la misma pregunta: ¿Qué habilidades y rasgos conducen al éxito? ¿Cómo se desarrollan estas en la niñez? y ¿Qué tipo de intervenciones podrían ayudar a que los niños estuvieran mejor?
Heckman supervisa un grupo de dos docenas o más de estudiantes graduados, la mayoría de ellos nacidos fuera de los Estados Unidos, además de investigadores que se ubican en un par de edificios del campus de la universidad de Chicago; ellos medio en broma se refieren a su tribu como la tierra de Heckman (Heckmanland). El grupo está trabajando siempre en varios proyectos a la vez y cuando Heckman habla de su trabajo, brinca de un tema a otro, con la misma pasión por el estudio de monos que adelantan en Maryland, el de gemelos (mellizos) en China y el trabajo colaborativo que sobre la verdadera naturaleza de la virtud está haciendo con un filósofo cuya oficina está más abajo en el corredor. (En una conversación con él le pedía que me explicara de qué manera encajaban esos varios hilos de investigación. Más tarde cuando su asistente me acompañaba a la salida, me comentó “si usted encuentra esa respuesta, déjenosla saber”).
El vuelco en la carrera de Heckman tiene sus raíces en un estudio que acometió a finales de los años 90 en el Programa General de Desarrollo Educativo (GED, por su sigla en inglés), que en ese momento se había vuelto cada vez más popular para que los estudiantes que desertaban en secundaria pudieran obtener el equivalente a un diploma de bachiller. Muchas personas lo veían como una herramienta que nivelaba los requerimientos académicos, ofreciendo a los estudiantes de bajos recursos y de minorías, con mayores posibilidades de desertar del bachillerato, una ruta alternativa para ingresar a la educación superior.
El desarrollo del GED se basaba en una versión de la hipótesis cognitiva: la creencia de que lo que desarrollaban las escuelas y certifica el grado de bachiller, es la habilidad cognitiva. Si un adolescente tiene ya el conocimiento y la inteligencia para graduarse de secundaria, no necesita perder su tiempo terminándola. Puede simplemente tomar una prueba que mide ese conocimiento y esas habilidades y el estado certificará que él, legalmente, es un bachiller y que está tan bien preparado como cualquier otro de los graduados de secundaria para ingresar a la educación terciaria, cualquiera que ella sea. Sin duda es una noción atractiva, especialmente para los jóvenes que rechazan el bachillerato, por lo que desde su inicio, en los años 50, el programa se ha expandido rápidamente. En su punto más alto, en el 2001, más de un millón de jóvenes tomaron la prueba y casi uno de cada cinco nuevos “bachilleres” fue producto de un GED; actualmente la proporción es uno de cada siete.
Heckman quería examinar más de cerca la idea de que los jóvenes con GED estaban tan bien preparados para sus futuras actividades académicas como los graduados de la secundaria regular. Analizó algunas de las enormes bases de datos nacionales y encontró que de muchas e importantes maneras, esa premisa era enteramente válida. De acuerdo con los puntajes en las pruebas de logros, que se correlacionan de cerca con el IQ, los beneficiarios del GED eran tan inteligentes como los bachilleres graduados. Pero cuando observó su recorrido por la educación terciaria, descubrió que los que recibieron el GED no se parecían en nada a los graduados de secundaria. Él encontró que a los 22 años, solo el 3% de estos beneficiarios GED estaban enrolados en carreras universitarias de cuatro años o habían completado algún tipo de educación post secundaria, en comparación con el 46% de los graduados de secundaria. De hecho, Heckman descubrió que si se consideraban todo tipo de futuros resultados importantes, tales como ingreso anual, tasa de desempleo, tasa de divorcio, uso de drogas ilegales, los beneficiarios GED eran muy similares a los desertores de la secundaria, a pesar de que habían ganado ésta valiosa credencial extra y a pesar también del hecho, de que ellos son, en promedio, considerablemente más inteligentes que los graduados de secundaria.
Desde el punto de vista de las políticas, este era un hallazgo útil aunque deprimente: Al parecer, a largo plazo, como forma para mejorar la vida de las personas, el GED, esencialmente, no tenía ningún valor. Si algo, más bien tenía era un efecto general negativo pues podía inducir a los jóvenes a desertar de la secundaria. Pero para Heckman, los resultados evidenciaban también un desconcertante rompecabezas intelectual. Como la mayoría de los economistas, Heckman creía que la habilidad cognitiva era el principal y más confiable determinante de qué tan bien le iría en la vida a una persona. Descubría ahora un grupo de beneficiarios del GED, cuyos buenos resultados en las pruebas no parecían tener ningún efecto positivo en sus vidas.
Lo que le faltaba a esa ecuación, concluyó Heckman, eran los rasgos psicológicos que les habían permitido a los graduados de secundaria (bachillerato) recorrer el camino para graduarse. Esos rasgos, una inclinación a persistir en una tarea a pesar de que esta sea aburrida y a veces poco gratificante; la habilidad para posponer la gratificación; la tendencia de seguir un plan trazado, resultaron valiosas también, en la educación terciaria, en el trabajo y en la vida en general. Como lo explicó Heckman en un documento: “De manera accidental, el GED se había convertido en una prueba que separaba a los desertores escolares brillantes pero no persistentes e indisciplinados, de los otros desertores”. Los beneficiarios del GED, escribió, “son personas inteligentes que carecen de la habilidad para pensar en el futro, persistir en las tareas o adaptarse a sus entornos”.
Lo que no le dio el estudio GED a Heckman fue alguna indicación de si era posible ayudar a los niños a desarrollar las llamadas habilidades blandas. La búsqueda de una respuesta a esa pregunta lo condujo, casi una década más tarde a Ypsilanti, Michigan, antigua ciudad industrial al oeste de Detroit. A mediados de los años 60, en los años iniciales de la “Lucha Contra la Pobreza”, un grupo de psicólogos infantiles y de investigadores en educación llevaron a cabo allá un experimento. Para este reclutaron padres de familia de los barrios negros que tenían bajos ingresos y bajo IQ y los alentaron a que inscribieran a sus hijos de tres y cuatro años en el preescolar Perry. Los niños reclutados se dividieron al azahar entre un grupo que recibiría tratamiento y un grupo de control. Los niños del primer grupo fueron admitidos en Perry, un programa de preescolar de dos años y de alta calidad; los niños del grupo de control fueron dejados para que se defendieran por sí mismos. Luego se les hizo seguimiento a todos y no solo por uno o dos años, sino por décadas, en un estudio longitudinal que pretende hacerles seguimiento por el resto de sus vidas. Los participantes están ahora en sus cuarentas, lo que quiere decir que los investigadores han podido hacer seguimiento a los efectos de la intervención en Perry, hasta muy entrada la vida adulta.
El proyecto del preescolar Perry es famoso en los círculos de las ciencias sociales y Heckman se había encontrado varias veces con él en el curso de su carrera y le había dado vistazos rápidos. Como caso de estudio para hacer intervención en edad temprana, el experimento siempre se ha considerado como un medio fracaso. El tratamiento que recibieron los niños ayudo a obtener mejoras significativas en las pruebas cognitivas mientras cursaban preescolar y uno o dos años después; pero esas ganancias no perduraron y para el momento en que los niños estaban en tercer grado sus puntajes de IQ no eran mejores que los del grupo de control. Pero cuando Heckman y otros investigadores estudiaron los resultados de largo plazo de Perry, los datos fueron más promisorios. Era cierto que los niños participantes en el proyecto Perry no obtuvieron beneficios en su IQ a largo plazo. Pero algo importante les había pasado en el preescolar y fuera lo que fuera, su efecto positivo resonó por décadas. Comparados con el grupo de control, los estudiantes de Perry tuvieron más posibilidades de graduarse del colegio, mayores posibilidades de emplearse a la edad de 27 años, mayor posibilidad de ganar sueldos de veinticinco mil dólares anuales a los cuarenta años y casi ninguna posibilidad de o de haber sido arrestados o de depender de subsidios.
Heckman comenzó a profundizar más en el estudio Perry y descubrió que en los años 60 y 70, los investigadores habían colectado algunos datos que jamás habían sido analizados: reportes de docentes de primaria en los que se daba un puntaje tanto a los niños que habían recibido tratamiento y los que no lo habían recibido en temas como “comportamiento personal” y “desarrollo social”. El primer tema hacía seguimiento de la frecuencia con la que los estudiantes maldecían, mentían, robaban, se ausentaban o llegaban tarde; en el segundo, se valoraba el nivel de curiosidad de cada estudiante así como su relación con compañeros y maestros. Heckman etiquetó estas habilidades como no cognitivas pues eran completamente diferentes del IQ; y, tras un cuidadoso análisis de tres años, él y sus investigadores pudieron aseverar que esos factores no cognitivos, tales como curiosidad, autocontrol y facilidad para la interacción social, eran responsables de casi las dos terceras partes del beneficio que Perry les daba a sus estudiantes.
En otras palabras, el proyecto Perry funcionó de manera totalmente diferente a lo que las personas habían creído. Los bondadosos educadores que lo pusieron en marcha en los sesenta, pensaban que estaban creando un programa para acrecentar la inteligencia de los niños de bajos recursos; ellos y los demás, creyeron que esa era la manera de ayudar a estos niños a salir adelante en los Estados Unidos. La primera sorpresa fue que crearon un programa que en el largo plazo no les ayudó mucho con el IQ pero que si mejoró, tanto el comportamiento, como las habilidades sociales. La segunda sorpresa fue que para los niños en Ypsilanti, esas habilidades y los rasgos subyacentes que estas reflejan, resultaron ser realmente muy valiosos.
Durante el tiempo que me tomó escribir este libro, dedique un período considerable a discutir sobre el tema de éxito y habilidades con una variedad de economistas, psicólogos y neurocientíficos, muchos de ellos vinculados con James Heckman por uno o dos grados de separación. Pero lo que verdaderamente consolidó para mí su investigación, la que le dio vida y significado, fue un tipo de reporte muy diferente, que simultáneamente estaba realizando, en colegios públicos, clínicas pediátricas y restaurantes de comida rápida, en el cuál estaba hablando con jóvenes cuyas vidas personificaban e ilustraban, de una u otra manera, la compleja pregunta de qué niños son exitosos y cómo llegan a serlo.
Tomemos el caso de Take Kewauna Lerma. Cuando la conocí en el invierno del 2010, vivía en el lado sur de Chicago, casualmente no muy lejos del campus de la universidad de Chicago, donde Heckman pasaba sus días. Kewauna nació en el lado sur de la ciudad y en la pobreza, hace diecisiete años. La segunda hija de una mamá que tuvo a su hija mayor, cuando todavía era una adolescente. Tuvo una niñez ruda e inestable. Cuando aún era una bebé su mamá se mudó a Mississippi, luego a Minnesota, y luego nuevamente a Chicago, mientras pasaba de una relación a otra y se metía o no en problemas. Cuando las cosas estaban mal, la familia pasaba períodos de tiempo en refugios o saltando entre sofás de amigos. A veces la abuela de Kewauna se hacía cargo de los niños por un tiempo y dejaba que su mamá tratara de manejar su vida como quisiera.
La primera vez que hablé con ella, sentados en un café del vecindario de Kenwood con las ventanas empañadas y en la mitad de un crudo invierno, me dijo que realmente nunca había tenido una verdadera familia. Kewauna tiene la piel oscura, ojos grandes y amables y se inclinaba hacia delante calentando sus manos en la cubierta de caucho de una taza de chocolate caliente. “Yo estaba dispersa, regada por todas partes, sin padre, con mi abuela algunas veces. Estaba muy confundida. Drogada”. Al crecer Kewauna dijo que ella odiaba el colegio. Nunca aprendió a leer bien y en la escuela primaria, cada año se retrasaba más, metiéndose en problemas, faltando a clase y contestándole a los profesores. Cuando estaba en sexto grado, viviendo en las afueras de Minneapolis, a mediados del año tenía setenta y dos llamados de atención por mala conducta y por ese motivo la pasaron a la clase más atrasada. También eso lo odió. Pocas semanas antes de terminar el año escolar la expulsaron del colegio a causa de una pelea.
Cuando conocí a Kewauna, llevaba varios años haciendo reportes sobre los niños que crecían en la pobreza y ya había oído muchas historias como la suya. Cada familia infeliz lo es a su manera, pero en las familias que permanecen atrapadas en la pobreza durante generaciones, los patrones pueden volverse deprimentemente familiares, un ciclo permanente de padres ausentes o descuidados, colegios disfuncionales y malas decisiones. Sabía cómo terminaban por lo general situaciones como las de Kewauna, muchachas con historias como las de ella, a pesar de sus buenas intenciones, por lo general desertaban del colegio en secundaria. Quedaban embarazadas cuando todavía eran adolescentes. Luego luchaban solas por levantar a su familia y poco después, sus propios hijos recorrían la misma pendiente hacia el fracaso.
Pero de alguna manera, a lo largo de ese camino, la vida de Kewauna tomó un giro diferente. Poco antes de terminara grado 9°, pocas semanas después de que la arrestaran por primera vez por discutir con un oficial de policía, su madre le dijo que quería hablar con ella. Kewauna supo que se trataba de algo serio porque su bisabuela, el único miembro de su familia que ella respetaba, también estaba allí. Las dos mujeres se sentaron con ella y su madre le dijo una de las frases más duras que una madre puede decir: “no quiero que termines como yo”. Las tres hablaron durante horas, discutiendo el pasado y el futuro y, escarbando secretos guardados durante mucho tiempo. La madre de Kewauna le dijo reconocer el camino que ella estaba recorriendo; también a ella la habían expulsado del colegio siendo una adolescente y también la habían arrestado por discutir con la policía. Pero su madre le dijo que el siguiente capítulo de su vida podría ser diferente. Contrariamente a lo que ella había hecho, Kewauna podía evitar embarazos indeseados, ir a la universidad y hacer una carrera.
Casi durante toda la conversación, su madre había llorado, pero ella no derramó una sola lágrima, solo escuchó. No estaba segura de qué pensar. No sabía si podía cambiar y tampoco sabía si quería hacerlo. Pero cuando regreso al colegio comenzó a poner más atención en las clases. En grado 9°, ella se había unido a un grupo complicado, en el que había pandillas de muchachas y muchachos que usaban drogas y en el que todos faltaban al colegio. Se alejó de esos amigos, estuvo más tiempo sola, hizo las tareas y comenzó a pensar en su futuro. Al final de ese año, su promedio de notas era un miserable 1.8. Pero a mediados del año siguiente, había subido a 3.4. Ese febrero su profesora de inglés la animó para que aplicara a un programa de tres años preparatorio para la universidad, que recientemente había comenzado en el colegio. Aplicó y la aceptaron y el apoyo que le dio el programa la llevó a estudiar mucho más. Cuando la conocí, estaba en la mitad de grado 11°, su promedio de notas estaba en 4.2 y estaba preocupada por la universidad a la que iba a aplicar.
¿Qué había pasado? Si ustedes hubieran conocido a Kewauna el primer día de su grado 10°, les hubiera excusado que pensaran que ella no tenía ninguna posibilidad de tener éxito. Su destino parecía sellado. Pero algo cambió en ella. ¿Fue todo producto de esa sombría conversación con su madre? ¿Fue la influencia positiva de su bisabuela? ¿La intervención de la maestra de inglés? o ¿había algo más profundo en su propio carácter que la inclinó hacia la idea del trabajar duro y tener éxito, a pesar de todos los obstáculos que había enfrentado y de los errores que había cometido?
¿De qué manera nuestras experiencias infantiles nos convierten en los adultos que somos? Esa es una de las grandes preguntas de la humanidad, tema de innumerables novelas, biografías y memorias; el tema de varios siglos de tratados de filosofía y de psicología. Este proceso, la experiencia de crecer, puede a ratos parecer predecible casi mecánica y otras veces ser arbitraria y caprichosa. Todos hemos encontrado hombres y mujeres adultos que parecen estar atrapados en un destino signado por su infancia y también hemos conocido personas que parecen haber trascendido, casi milagrosamente, sus difíciles comienzos.
Sin embargo, hasta hace muy poco, nunca había habido un intento serio de usar las herramientas de la ciencia para adentrarse en los misterios de la niñez, para trazar mediante experimentos y análisis, cómo las experiencias de nuestros primero años se conectan con los resultados que obtenemos en la edad adulta. Esto está cambiando con los esfuerzos de esta nueva generación de investigadores. El postulado tras su trabajo es simple pero radical: No hemos logrado resolver estos problemas porque hemos estado buscando soluciones en los lugares equivocados. Si queremos mejorar las posibilidades de los niños en general y de los niños carentes de recursos en particular, tenemos que hacer una nueva aproximación a la infancia, comenzar por unas preguntas fundamentales de ¿Cómo los padres afectan a sus hijos? ¿Cómo se desarrollan las habilidades humanas? ¿Cómo se forma el carácter?
El meollo de este libro es sobre una campaña ambiciosa y de muy amplio alcance que pretende resolver algunos de los misterios más profundos de la vida: ¿Quién tiene éxito y quién fracasa? ¿Por qué algunos niños progresan mientras otros extravían su camino? y ¿Qué podemos hacer cualquiera de nosotros para guiar a un niño o a toda una generación de niños, para que se alejen del fracaso y se dirijan hacia el éxito?
Traducción al español realizada por Eduteka de la introducción del libro “How Children Succeed” escrito por Paul Tough. Eduteka recomienda ampliamente a sus lectores/usuarios comprar y leer este libro. Se puede adquirir en línea a través de Amazon, Barnes & Noble, Indie Bound, Powells o iTunes.
Paul Tough es un reconocido y exitoso redactor de la revista New York Times y uno de los escritores más destacados de los Estados Unidos sobre desarrollo infantil, pobreza, educación y política. Es autor del libro “Whatever It Takes” (Cueste lo que cueste), un reportaje inspirador acerca de personas extraordinarias que luchan en Harlem para mejorar sus vidas en medio de grandes dificultades.
Publicación de este documento en EDUTEKA: Marzo 01 de 2014.
Última modificación de este documento: Marzo 01 de 2014.